Carta publicada el lunes 9 de agosto de 2021 por El Mercurio.

Señor Director:

En carta del día de ayer, el sacerdote Enrique Opaso llama la atención sobre las múltiples banderas con que la Convención Constituyente celebró su primer mes de trabajo: regiones, etnias y diversidad sexual son los tipos de diversidad que se recoge como dignos de exhibición. Esta es la diversidad buena. Vale la pena mirar el video del convencional y pastor evangélico Luciano Silva, al que alude el padre Opaso, donde da cuenta de las insuficientes razones que se le dieron para no incluir una bandera cristiana. Esto es preocupante, pues las controversias sobre los símbolos adelantan el tono para cuando se entre a discusiones sustantivas.

Silva retrata ahí de modo bastante certero los problemas de un discurso sobre la diversidad que acaba siendo ciego a las exclusiones que genera. Después de todo, también en los países secularizados las convicciones religiosas continúan siendo uno de los factores principales de orientación vital de las personas. En la búsqueda de mejor representación del país y sus múltiples realidades, hay que dar con un discurso que se haga cargo de ese hecho, y las respuestas que la mesa de la Convención le habría dado a Silva desde luego no están a la altura. Por lo pronto, decir que los símbolos a exhibir se restringen a los laicos es particularmente dudoso en un momento en que se suele reivindicar lo mapuche no solo como cultura sino también como cosmovisión.

Sin embargo, cabe también preguntarse si levantar banderas de una u otra confesión es la respuesta adecuada a este escenario. La sola idea de que haya una “bandera cristiana” obedece al clima de políticas de reconocimiento en que nos encontramos. Hay un riesgo evidente para el cristianismo en esa situación: el de volverse una particularidad más en la guerra actual de identidades. Al desenmascarar la política de identidad contemporánea, hay que cuidarse de no volverse un actor más de la misma. Si en lugar de eso queremos salir de ella, las energías debieran más bien volcarse a recuperar la pregunta por aquellos símbolos de la vida en común que puedan ser ampliamente compartidos. En cambio, multiplicar los símbolos, como si así fuéramos a llegar a un panteón exhaustivo en el que todos nos sintamos incluidos, puede ser un remedio peor que la enfermedad.