Columna publicada el miércoles 25 de agosto de 2021 por el Diario Financiero.

Comentando los desafíos de la centroizquierda, Carolina Tohá decía que “no puedes ser una fuerza política ni hablar en propiedad sobre el futuro si no tienes un relato coherente sobre tu trayectoria y tu protagonismo en el pasado inmediato”. Ahora que emerge un nuevo ciclo político, y de cara a las elecciones parlamentarias y presidenciales, la centroderecha enfrenta un reto semejante. La autocrítica y su proyecto de país son dos caras de la misma moneda.

Me explico: es meritorio ganar elecciones y todo gobierno tiene aspectos positivos (basta pensar en la exitosa vacunación masiva); pero lo cierto es que Sebastián Piñera despilfarró una votación histórica. Es verdad que enfrentó grandes imprevistos y que la oposición le ha negado la sal y el agua. Sin embargo, las dificultades de esta administración comenzaron mucho antes de octubre de 2019.

El fenómeno, visto en retrospectiva, es paradójico. Chile Vamos volvió a La Moneda con un mensaje centrado en la “clase media protegida”, pero nunca existieron prioridades claras. En rigor, las señales eran erráticas. Se hablaba de diálogo, de grandes acuerdos nacionales y de segunda transición, pero también de “gobernar sin complejos”, sin consolidar ninguno de estos propósitos. El resto de la historia es conocida.

Con todo, hoy el oficialismo goza de una ventaja latente sobre sus adversarios. Diversos análisis sugieren que las grandes mayorías aspiran a cambios muy profundos, pero articulados a partir de lo ya existente, sin desconocer la trayectoria vital de las últimas décadas. La centroderecha, entonces, tiene una oportunidad frente a los afanes refundacionales de la izquierda, la abdicación de la fenecida Concertación y la nostalgia acrítica del Partido Republicano. La condición de posibilidad para aprovechar esa oportunidad es sacar lecciones de los errores y omisiones de este gobierno.

Sólo por mencionar un ejemplo, hoy resulta indispensable dibujar un horizonte propio de cambios sociales significativos, que entregue un camino de esperanza y que disminuya la incertidumbre cotidiana de las familias chilenas. En ese sentido, el desafío es titánico y consiste en promover una auténtica transformación de los servicios públicos: un nuevo sistema de educación, salud y pensiones, lo que también exige la reforma del aparato estatal.

No se trata de ofrecer un Estado de bienestar como el que plantea cierta izquierda, sino más bien de configurar lo que Hernán Hochschild —director de la plataforma “Tenemos que hablar de Chile”— ha llamado una sociedad del bienestar. Un entramado renovado en el cual colaboren activa y creíblemente el Estado, el mercado y la sociedad civil en la provisión de bienes públicos. El ya referido proceso de vacunación permite orientar e imaginar estas transformaciones.

En efecto, ha sido un proceso descentralizado, que modificó e integró la operación de la red pública y privada y que supone un papel protagónico del Estado, pero también la cooperación de múltiples actores estatales y particulares, con y sin fines de lucro, acogiendo diversas lógicas institucionales. Paradójicamente, se trata de un ejemplo privilegiado de “El Estado subsidiario” del que habla la filósofa Chantal Delsol en su libro recién traducido por el IES. En suma, un ejemplo de que lo público no se agota en lo estatal, pero también de que se necesitarán esfuerzos adicionales de todos los actores.

Comenzado por el oficialismo, cuyo futuro depende precisamente de abandonar su dificultad para impulsar cambios.