Columna publicada el martes 31 de agosto de 2021 por La Tercera.

No son fortuitos los reparos que ha recibido el tratamiento del “negacionismo” en las comisiones provisorias de la Convención Constitucional. En los países europeos donde esta figura existe suele regularse de manera estricta y, en general, remite a los genocidios perpetrados por regímenes totalitarios. Aquí, en cambio, se propone ante hechos de naturaleza muy diversa —colonización, dictadura y crisis de octubre— e incluye el inédito propósito de castigar el “negacionismo por omisión”. Este escenario, por desgracia, revela un severo malentendido sobre los requisitos y condiciones del debate democrático.

En efecto, una república democrática no consiste sólo en “contar cabezas en vez de cortarlas”, como se señala con frecuencia. Esa frase subraya dos elementos mínimos e inseparables de aquello que hoy caracteriza a un gobierno civilizado: el sufragio universal y la erradicación de la violencia política. Pero la democracia también supone deliberar y ofrecer argumentos, contraponer visiones; debatir y dialogar, en suma. De hecho, si excluimos la violencia, elegimos representantes en las urnas y valoramos la discusión en el Congreso es justamente para favorecer una vía racional de dirimir conflictos entre personas libres e iguales en dignidad. Y todo esto, casi sobra decirlo, exige un debate abierto. No uno cerrado por secretaría.

El intento de fijar a matacaballo sanciones contra el negacionismo y otras prácticas similares atentan contra la configuración de una esfera pública abierta a la persuasión y libre circulación de ideas. Pero sus problemas no se agotan ahí. Además, el fenómeno sugiere un desconocimiento del pluralismo que caracteriza a nuestras sociedades. Por supuesto, no se trata de asumir a priori un relativismo tosco que renuncie a examinar de modo crítico los hechos del pasado o del presente. El punto es que, precisamente por la relevancia de este ejercicio —de escrutar tal o cual acontecimiento de ayer u opinión de hoy—, resulta fundamental la posibilidad de cultivar diversas perspectivas políticas e históricas sin temor a represalias por parte del poder político de turno.

Hasta qué punto nuestros convencionales comprenden la importancia de las consideraciones precedentes, inherentes al régimen democrático, es una interrogante que sólo ellos podrán dilucidar; pero el recelo de algunos de ellos ante otro asunto tan elemental como el derecho preferente de los padres en materia educativa sólo aumenta la incertidumbre. Nada de esto es trivial. El éxito del proceso constituyente depende en gran medida de que los convencionistas rectifiquen y ratifiquen su compromiso con los fundamentos básicos de la democracia. Es lo mínimo que podemos y, más aún, debemos exigirles.