Columna publicada el domingo 22 de agosto de 2021 por El Mercurio.

Un grupo de convencionales de derecha suscribieron una carta dirigida a los representantes de pueblos originarios del órgano constituyente. En ella admiten que es necesario “el pleno reconocimiento” de dichos pueblos, “de sus derechos y de sus culturas”, además de afirmar que “se han cometido errores e injusticias” y que hay una “deuda histórica” respecto de ellos.

El texto marca un hito relevante por dos motivos. Por un lado, los firmantes dan un paso fundamental al convenir que, en este tema, nuestro país ha arrastrado durante demasiado tiempo una deuda colosal. La mal llamada “pacificación” de La Araucanía abrió heridas que nunca nos hemos tomado en serio y, por lo mismo, la cuestión vuelve una y otra vez a la superficie. En ese contexto, la carta permite pensar que el sector podrá, quizás, abandonar de una buena vez las categorías intelectuales que lo han dominado y que lo tienen —literalmente— paralizado. En el caso que nos ocupa, durante décadas se pensó simplemente que acá no había ninguna dificultad, en todo caso nada que el progreso económico y el paso del tiempo no pudieran resolver. Sobra decir que esa mirada impide percibir ciertos fenómenos culturales; y, de hecho, una porción importante del oficialismo sigue negando que enfrentemos algo así como un problema.

Con todo, no estamos frente a ninguna fatalidad. Dicho de otro modo, hay en el acervo intelectual de la misma derecha elementos que pueden permitir comprender el asunto. Esto merece ser notado, porque los más ortodoxos siempre sentirán la tentación de acusar a los firmantes de entreguismo. Sin embargo, basta leer los textos de Gonzalo Vial —que no era un hombre de izquierda— para percatarse de que ese juicio es fruto de una extraordinaria confusión intelectual. Vial, en efecto, no tenía dificultad alguna para hablar de “deuda histórica”, y del despojo del que fue víctima la cultura mapuche, sin dejar de condenar al mismo tiempo toda forma de violencia en las reivindicaciones. Para el historiador, Chile no ha respetado la cultura mapuche, porque “en el fondo no creemos que exista o que tenga valor”. Desde acá pueden seguirse muchos caminos posibles, y Vial está lejos de ofrecer una receta para salir del embrollo, pero no hay motivo alguno para regalarles a las izquierdas el monopolio de un tema tan sensible. Muy por el contrario, la derecha debe ser capaz de ofrecer una comprensión alternativa del problema —y la carta es un primer esbozo en esa dirección.

La declaración es importante por un segundo motivo, directamente vinculado con el anterior: hay en ella una voluntad explícita por generar las condiciones de un diálogo efectivamente político. Esto es novedoso porque, hasta ahora, la derecha había estado acostumbrada a refugiarse en condiciones institucionales que le permitían ejercer un poder de veto siendo minoría. Esa situación gestó un hábito que pudo ser útil en el ciclo anterior (pues tenía la llave de muchas reformas), pero cuya prolongación será muy nociva. En pocas palabras, la derecha se acomodó a ser minoría y dejó de argumentar políticamente. No le era necesario persuadir, pues le bastaba con su capacidad de bloqueo. El entramado institucional que buscaba protegerla terminó anestesiando sus capacidades políticas. Así puede explicarse, por ejemplo, el desplome de Sebastián Piñera: sus mayorías electorales siempre fueron circunstanciales y nunca tuvieron un correlato sociológico ni parlamentario.

Como fuere, hay algo muy absurdo en persistir en una actitud cuando se han diluido sus condiciones de posibilidad. Si la fortuna cambia, enseñaba Maquiavelo, el político debe adaptarse a ella. Guste o no, la derecha perdió su poder de veto, en parte porque lo entregó la noche del 15 de noviembre, en parte porque sufrió un desastre en la elección de convencionales, en parte porque se negó a reformas necesarias y en parte también porque ella misma abandonó al Presidente cuando este requería protección. Todo esto sugiere un enorme desafío: ahora es necesario ir a construir acuerdos, ir a buscar el diálogo y, en definitiva, hacer política. Los más duros podrán satisfacer su ética de la convicción, pero el precio será alto: la irrelevancia. Además, es un error (que puede convertirse en profecía autocumplida) suponer que las izquierdas poseen algo así como dos tercios graníticos en la Convención. Hay en ese mundo una profunda fragmentación táctica y estratégica que abre un espacio de influencia. Bien administrado, ese espacio puede ser significativo (dicho sea de paso, a la oposición le cabe una responsabilidad simétrica: esfumado el poder de veto, ya no hay motivo para negarse al diálogo con la derecha).

Tal es la disyuntiva que enfrenta el oficialismo en la Convención: o bien automarginarse del nuevo ciclo y perder toda posibilidad de incidir, o bien apostar por influir en lo que viene. Sería una falacia ver acá una división entre liberales y conservadores, o entre progresistas y socialcristianos, pues el clivaje es transversal y remite a otro factor: están, por un lado, quienes creen en la política y sus posibilidades; y, por otro, quienes se aferran a una lógica fenecida. La paradoja es que sean los hijos de Jaime Guzmán —quien elevara el pragmatismo a la categoría de arte— los dispuestos a morir con la transición, como si quisieran confirmar de modo performativo que su función histórica se encuentra agotada.