Columna publicada el lunes 16 de agosto de 2021 por La Segunda.

La semana anterior —la misma en que Criteria mostró una caída en la aprobación de la Convención— volvió a manifestarse el clivaje fundamental de nuestro escenario político. Las diferencias ya no se agotan en temas como educación, salud o pensiones. Aunque debates de este tipo siempre serán relevantes, hoy pasan a un segundo plano ante otra disputa más básica. Se trata de la división entre quienes admiten y quienes rechazan algo tan elemental como el disenso inherente al régimen democrático.

Los ejemplos se amontonan. Figuras de oposición —comandadas por Yasna Provoste— persiguiendo a los diputados de centroizquierda que expresaban dudas (¡dudas!) sobre el aborto libre o la frustrada acusación constitucional contra el ministro Figueroa. Dirigentes DC llevando al Tribunal Supremo de su partido a abogados falangistas que, en el marco de su ejercicio profesional, criticaron jurídicamente esa acusación. Convencionistas excluyendo de las audiencias públicas de la comisión de derechos humanos —vaya paradoja— a tres instituciones que defienden ideas diferentes a las suyas. Un “voto político” de la misma comisión marginando al convencional Jorge Arancibia de tales audiencias.

El caso Arancibia ilustra a la perfección el problema. No se necesita ser de izquierda para considerar que la UDI y el propio Arancibia cometieron un error al decidir integrar esa comisión: la polémica era previsible. Pero no se requiere ser de derecha, sino un mínimo compromiso democrático, para comprender que una cosa es la legítima critica política y otra muy distinta el afán de excluir a otro por sus ideas o su trayectoria biográfica. En palabras del expresidente Lagos, esto último “no es propio de un sistema democrático, así de simple”.

No hablamos, por lo demás, de un uniformado condenado por (o que intente justificar las) sistemáticas torturas o desapariciones del régimen. Es verdad que Arancibia fue edecán de Augusto Pinochet, pero también lo es que integró la Mesa de Diálogo. Guste o no, es un ejemplo vivo de los conflictos y claroscuros del Chile posdictadura. O del “civiles y militares: Chile es uno solo” de Patricio Aylwin, tan alabado como desconocido en la practica.

Quizá la mayor virtud del país que presidió Aylwin fue lograr dejar atrás la lógica excluyente de las planificaciones globales —Frei, Allende y Pinochet—, para aprender a convivir entre personas con inevitables diferencias sobre el pasado, el presente y el futuro. Justo lo que está en juego hoy: la decisión de vivir juntos, asumiendo nuestras discrepancias e intentando procesarlas de modo pacífico, razonado y con apego a la ley; o bien no hacerlo, censurando a quienes así disponga la ortodoxia de turno.

En suma: talibanismo o república, esa es la cuestión.