Columna publicada el martes 17 de agosto de 2021 por La Tercera.

En un capítulo de la serie “Vikings” de HBO se muestra el abandono de un niño en el bosque por haber nacido con deformidades. La escena busca generar sorpresa en el espectador frente a las costumbres infanticidas de estos bárbaros, que a lo más asociamos a los infames descartes de recién nacidos practicados en Esparta. Sin embargo, la exposición de infantes era una práctica común tanto en Atenas como en Roma durante todo el periodo clásico. Y sus principales víctimas, fuera de los niños enfermos o minusválidos, eran las mujeres. Una niña sana, en la antigüedad de Occidente, tenía similares costos de crianza, pero jamás podría ser tan valiosa como un niño sano. Sólo las familias ricas criaban normalmente más de una hija. Uno de los pocos documentos privados del siglo I que conservamos, de hecho, es una carta de un hombre romano dirigida a su esposa embarazada, donde le dice: “si es un niño, consérvalo, pero si es una niña, descártala”.

En cuanto al aborto, a pesar de suponer un mayor peligro para la madre, también era ampliamente practicado. Esto, pues implicaba un ahorro de tiempo y recursos. La decisión, por cierto, era del hombre, que normalmente era mucho mayor que la mujer (las mujeres romanas eran casadas alrededor de los 12 años).

Los judíos condenaban ambas prácticas sobre una base religiosa. Al ser humano le toca acatar la voluntad de Yahvé, no desafiarla. Y el mensaje cristiano radicaliza y amplifica esa posición: Jesús de Nazaret proclama, rodeado de seguidoras tanto como de seguidores, que las puertas del Reino están abiertas para todos. “Ya no hay griego ni judío, amo ni esclavo, varón ni mujer, somos todos uno en Cristo Jesús”, escribirá Pablo de Tarso, el último apóstol.

Tres siglos después de la muerte del Nazareno, crucificado como maleante en una oscura y conflictiva provincia del Imperio, el cristianismo avanzaba a un ritmo imparable en las grandes ciudades romanas. Y el motor central de ese avance eran las mujeres de todas las clases sociales, que podían resistirse a las demandas patriarcales gracias al apoyo de una comunidad de salvación que estaba de su lado, y que criaron hijos e hijas cristianas de padres muchas veces paganos. El talón de Aquiles de la teología política imperial de Roma fueron las mujeres que despreciaba: la piedra que descartó el constructor.

Un día en 1492 los descendientes de unos pueblos bárbaros cristianizados más o menos, tocaron tierra firme en nuestro continente. Traían armas y soldados, pero también biblias y sacerdotes. Y así comienza Iberoamérica: nuestra traumática historia. Y no hay forma de borrar ese encuentro que se llevó todo el oro y la plata que pudo, pero que nos dejó la Biblia y nos hizo pueblo de Dios, mucho más que de España.

Hoy, mientras las tropas del talibán terminan de ocupar Afganistán, casi todos en Occidente nos lamentamos por el destino de las mujeres y niñas de ese país. A los más politiqueros, como Manuel Riesco, obvio que el tema les da lo mismo: el asunto es si acumula o no el imperialismo americano, etc. Pero los que pueden ver más que correlaciones de fuerza, los que reconocen que hay un mundo de la vida por fuera de la política, saben que además de un conflicto de intereses hay aquí un conflicto de civilizaciones. Por eso Camila Vallejo se siente obligada a solidarizar con las mujeres afganas, aunque odie tanto como Riesco a los Estados Unidos.

Nos lamentamos, entonces, pero no debido a nuestra herencia griega, romana o “ancestral”. Son convicciones cristianas, cubiertas y recubiertas de capas de secularización y lenguaje jurídico, las que nos duelen. Pero no podemos decirlo así, porque es de mal gusto. Hasta podría ser peligroso (“la gente, nos dicen los secularistas que han incendiado y robado cinco veces el mundo, se mata por sus creencias”). Por eso la Unión Europea -ideada por cristianos- no puede referirse a Cristo ni al cristianismo. A Carlomagno, sí claro (quizás no han leído biografías de Carlomagno). A la gran tradición universitaria de Europa, también. Oxford, Bologna, Salamanca: puras maravillas nacidas quién sabe cómo. Y el “patrimonio arquitectónico”, bastaba más: muy lindas todas esas casas grandes, con techos puntiagudos. Muy lindo todo, pucha que le pusieron empeño los ancestros. Y no es que Europa, al oscurecer su propia identidad de esa forma, termine ciega frente al elefante en la habitación. Es la habitación misma la que ya no ve, jugando juegos con “teorías de la justicia” que no tocan la realidad ni con el pétalo de una rosa.

Algo parecido ocurre en el mundo mapuche. La posición de la mujer en el orden tradicional de este pueblo guerrero resulta inaceptable para sus descendientes occidentalizados. La riqueza de los grandes hombres del pasado se medía en cabezas de ganado y en número de mujeres. Y la escasez de las segundas en muchas comunidades mapuches rurales denuncia su hartazgo hasta el día de hoy: la migración hacia la ciudad tuvo y tiene rostro de mujer. No hay que sorprenderse, entonces, de que los principales liderazgos políticos mapuches sean hoy femeninos, mientras que el patriarcado, como señaló Elisa Loncón en una entrevista, intenta arreglar el asunto a tiros por los cerros.

¿Qué pasaría con las mujeres mapuches si los grupos etnonacionalistas extremos que incendian iglesias cristianas se tomaran en serio aquello de restaurar el orden “ancestral”? ¿No se parece dicho proyecto, de forma no tan superficial, al proyecto talibán? ¿Qué se imaginan Elisa Loncón y sus compañeras de ruta cuando piensan en un Walmapu libre? ¿No es acaso un orden con algunas raíces bien ancladas en Roma y Atenas pasadas por Judea? ¿No utilizan el lenguaje de las repúblicas para describirlo? ¿Qué pueblo “ancestral” escribió constituciones o pensó en la división de poderes? ¿No van a defender las constituyentes mapuches a brazo partido un rol femenino que no tiene nada que ver con la tradición de su pueblo?

Ah, pero lo que aquí señalo es inconfesable. Es de pésimo gusto. “Mezcla religión y política”, me dirán los mismos sagaces que obispean a una machi. Distinción que, por cierto, introdujo la propia Iglesia en su lucha por la autonomía frente a los poderes temporales, y que no significa que la religión no tenga nada que decir sobre el orden político, sino que tiene un lugar separado desde donde decirlo. Atanasio, Ambrosio y Agustín no dieron la pelea por pacotilladas.

El problema es que hemos ocultado la vida del espíritu. Ya no vemos el influjo tremendo de la dimensión religiosa en la configuración del mundo que habitamos. Volvimos a imaginar, dos mil años después, lo religioso como simple culto: rituales para pedir y agradecer. Que llueva, que se mejore, gracias por el favor concedido. Supersticiones, autoayuda de cada uno. Nada más. Es la catástrofe total que MacIntyre describe al comienzo de “Tras la virtud”. Por eso decir algo tan absurdo como “este no es un tema valórico, sino de derechos humanos” no produce las honestas carcajadas que debiera. Ni siquiera podemos hablar en serio sobre los temas más serios. Sin embargo, la catástrofe no es tan total: los medios para recuperar esa dimensión de la existencia todavía están a nuestro alcance, pero nos hemos acostumbrado a prescindir de ellos.

Si tuviéramos un lenguaje y una conciencia espiritual a la altura, podríamos discutir en serio, por ejemplo, sobre los males de la política identitaria y su culto al sujeto, una idea cristiana vuelta loca, que termina tratando el cuerpo concreto de hombres y mujeres como si fuera una emanación de la voluntad (y obligándonos a considerar perfectamente razonables fenómenos como que un boxeador con identidad femenina le destruya el rostro en medio round a una boxeadora).

Podríamos conversar, quizás, sobre aborto, eutanasia y anticoncepción en un lenguaje que no fuera el de las barras de fútbol. Al menos haciendo el esfuerzo de identificar razones, riesgos y discrepancias: tomándole el peso a lo que defendamos. Y también podríamos hablar sobre la Teletón, que tanto molesta a Malucha Pinto y a Giorgio Jackson, lideresa y lidereso de la bondad remota. Diríamos cosas como que la exposición del menor minusválido en dicho contexto es el opuesto exacto de la exposición practicada en el mundo clásico: es una celebración pública de un cuerpo imperfecto. Y que no es pena y morbo -como se imaginan las clases acomodadas- el motor central de la donación y la contemplación. No es pena y morbo lo que mueve a los micreros que pintan sus micros para la ocasión, ni es pena y morbo lo que hace a las familias de pueblo ir a la sucursal bancaria en tenida de domingo. Es algo misterioso y cristiano: un clamor de igual dignidad del que sufre sin culpa. De belleza en el que carga la cruz por todos. De majestad en aquellos cuerpos que, en buena parte del mundo desarrollado, hoy son identificados y descartados antes de nacer.

Ojo que no estoy diciendo “volvamos a la fe”. Estoy proponiendo que nos demos cuenta de que nunca hemos salido de ella. Y que si no nos tomamos en serio esta dimensión de la existencia seguiremos haciéndonos daños terribles sin entender por qué. Y sin siquiera atrevernos a preguntar. Nos darán pena las afganas, nos indignaremos mucho, combatiremos amargas luchas, pero no seremos realmente capaces de explicarlo. No seremos libres, no hablaremos ni viviremos libremente, hasta que nos atrevamos a ser lo que somos: levantar la vista y mirarnos al espejo sin miedo. Como Gabriela Mistral, cuyo despliegue honesto, frontal y fulminante en el mundo fue resentido por gente de todas las tendencias, básicamente porque esta profesora de escuela rural le agachaba el moño sólo a Dios. A Dios, y a los niños y niñas, que siempre identificó como Su mejor reflejo. Y por eso cada uno de sus libros publicados después de su muerte, por cuidadosamente neutralizante que sea la selección, lleva el escándalo en la última página: “La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral. Lo equivalente a los derechos de autoría es entregado a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral”.