Carta publicada el jueves 5 de agosto de 2021 por El Mercurio.

La violencia y su relación con la política han vuelto a la palestra, luego de los brutales destrozos en el barrio Lastarria, las declaraciones de Elisa Loncón sobre La Araucanía y la agresión a Gabriel Boric en la cárcel. Algunos han tratado de justificar la violencia mediante sofisticados alambiques conceptuales. Otros evaden las preguntas que suscita, al apuntar a ciertas causas de fondo que terminan aplazando su respuesta para siempre. Lo cierto es que no es excluyente condenar categórica e inequívocamente la violencia, preguntarse por sus causas e intentar controlar sus efectos patológicos para la vida social. Por el contrario, son caras de una misma moneda: tomarse en serio el fenómeno. Y esto es lo que permite expulsarlo de nuestra vida pública.

Para la política, erradicar la violencia es una cuestión de supervivencia: la deliberación solo es posible sin ella, reivindicando el espacio propio y específico del diálogo y la tolerancia al disenso. Es de esperar, entonces, que el propio sistema político, los diversos candidatos y los convencionales sepan trazar una línea clara e inequívoca frente a la violencia, sin caer en la romantización instrumental en que ciertos grupos, de modo más o menos solapado, han caído. De eso dependerá, entre otras cosas, la legitimidad del proceso constituyente.