Columna publicada el domingo 8 de agosto de 2021 por El Mercurio.

Es innegable que la inclusión de cupos reservados para pueblos originarios ha impulsado una dinámica política impensable hace algún tiempo atrás. Así, se han hecho visibles realidades más o menos ocultas, cuya principal manifestación fue la elección de Elisa Loncón como presidenta de la Convención. Si somos optimistas, bien podríamos estar en la primera etapa de un proceso que nos permita sanar heridas que arrastramos hace mucho —mucho— tiempo. Considerando las décadas de negligente inacción, la oportunidad es histórica. Con todo, es solo un primer paso que no está exento de riesgos. Es cierto que todo inicio tiene fricciones, pero también hay tendencias que podrían ser causa de naufragio si no las advertimos a tiempo. En ese contexto, enfrentamos tres peligros relevantes: la relación con la violencia, el domicilio político y el discurso de las identidades.

En lo referido al primer punto, el escenario es sombrío. Es difícil pensar que la violencia desatada en la Araucanía pueda acompañar el proceso terapéutico que necesitamos. Aunque el fenómeno existe desde hace décadas, todo indica que está cerca de un punto de ebullición y que cualquier día todo puede volverse incontrolable. En efecto, hay amplias zonas donde el Estado ya no ejerce soberanía y en las que —inevitablemente— muchos se sentirán con pleno derecho a recurrir a la autodefensa. Dicho de otro modo, no es exagerado decir que ya están presentes todos los ingredientes para un conflicto armado en el sur de Chile.

Por lo mismo, las palabras de Elisa Loncón (“no tengo el estándar de Mandela para pedir que bajen las armas”) fueron cuando menos decepcionantes. De algún modo, careció del coraje para afirmar que la vía institucional excluye la violencia, que es el mínimo democrático en el cargo que ostenta. Desde luego, no es la única autoridad que ha sido complaciente con la violencia, pero no estuvo a la altura moral ni simbólica de sus responsabilidades. Esto puede cambiar, pero el inicio no fue feliz.

La segunda dificultad guarda relación con la posición política de los representantes de pueblos originarios. Hasta ahora, la gran mayoría se ha ubicado a la izquierda. Es posible que sea coyuntural —y debe admitirse que la derecha no tiene nada muy atractivo que ofrecer—, pero hay allí una amenaza a la fuente de su legitimidad. Si quedan fijados en ese sector, entrarán en la reyerta rutinaria de la política y perderemos su aporte específico. Esto es aún más llamativo si recordamos que la Araucanía es la única región donde la derecha es mayoritaria en Chile: hay un mundo por representar que no es, en ningún caso, monopolio de la izquierda, y que es menos unívoco de lo que se piensa. El éxito del recorrido exige tener ese hecho a la vista.

El tercer riesgo —el discurso de la identidad— no es menos peligroso que los anteriores. Dicha lógica se ha instalado con una velocidad inaudita, y no es seguro que estemos midiendo bien sus implicancias. Por de pronto, funciona como comodín para las preguntas incómodas. La misma Elisa Loncón lo ha utilizado en más de una ocasión: a la pregunta por la autonomía del Banco Central, responde que debe ser plurinacional; al cuestionamiento de los beneficios recibidos por la machi Linconao, alega que hay un sesgo racista; a la interrogación por la violencia, afirma que “en la guerra están los patriarcados”. Dichas respuestas son, desde luego, insuficientes, y probablemente las consideraríamos inaceptables en cualquier otro personero público. Después de todo, la identidad de cada cual no puede ser un motivo para responderlo todo con lugares comunes vacíos de contenido.

Quizás sin advertirlo, estamos en vías de producir nuevas instancias sagradas eximidas de todo escrutinio racional. Con todo, deberíamos hacer exactamente lo contrario: ser tan exigentes con Elisa Loncón como con todas nuestras autoridades, precisamente porque su papel es fundamental. En otras palabras, la obsecuencia con ella es una especie de traición al proceso mismo. Elisa Loncón es una mujer preparada que está en una situación de privilegio, y el hecho de que provenga de una etnia maltratada por Chile —cuestión que nadie podría negar— no impide que ella se encuentre en una posición de poder. Como bien apuntaba Foucault, el poder circula y transita entre los individuos, nunca está fijo en un lugar ni se queda estático. Si esa tesis es plausible, nuestro error es pretender fijar, de una vez y para siempre, la justicia en un bando, de modo maniqueo. Tal actitud es fatal, porque nos vuelve incapaces de percibir nuevas formas de injusticia. Por mencionar un ejemplo, a nadie parece importarle mucho la quema de decenas de templos cristianos en la macrozona sur, porque la figura del miembro del pueblo mapuche que profesa la religión cristiana no calza en nuestro esquema preestablecido. Pero, sobre todo, dicha aproximación nos hacer olvidar la ambigüedad propia del fenómeno humano: el mal y el error están latentes en cada uno de nosotros.

Desde luego, este texto puede ser leído como una crítica inaceptable a nuestros pueblos ancestrales, o bien como la expresión heteropatriarcal de la cultura dominante. A dichas objeciones solo se me ocurre responder, parafraseando a Tocqueville, que el buen amigo no es quien adula de modo acrítico, sino quien es capaz de mostrar con lealtad los defectos y errores del otro —y la aseveración, creo, vale para todo lo que rodea el proceso constituyente—.