Columna publicada el domingo 11 de julio de 2021 por La Tercera.

“La violencia que acompañó los hechos de octubre fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos una oportunidad para crear una Nueva Constitución”. Así cierra la Convención su primera semana de funciones. No con un reglamento provisorio para abocarse a su tarea principal, sino con una declaración que pretende zanjar la historia y, hasta cierto punto, redefinir su misión.

Según el texto firmado por 105 convencionales, la violencia sería el origen inequívoco del proceso constituyente. Además de justificarla (en una inesperada coincidencia con cierta parte de la derecha), los convencionales le atribuyen a esa violencia una consistencia y articulación que indicaban desde el inicio sus objetivos. Olvidan así el total descontrol de las manifestaciones violentas de aquellos días, cuyo destino nadie conocía y que nos hacía temer una salida autoritaria. La Convención no puede ser resultado de la violencia, entonces, pues ella no conducía a ninguna parte: era pura destrucción. Su antecedente directo es el acuerdo con el que la clase política no respondió sólo a esa violencia, sino a la “marcha más grande” donde, aunque de forma inorgánica, se expresaba de modo más articulado el malestar ciudadano. Se trató de un gesto desesperado ante el cual todos respiramos aliviados, pues abría un camino institucional para canalizar el conflicto. El masivo respaldo en el plebiscito del año siguiente fue así un apoyo a la redacción de una nueva carta, pero también adhesión al único recurso disponible para contener la violencia que hoy la Convención reivindica.

Pero en la declaración de esta semana se esconde algo más problemático: al hablar en primera persona plural, establecen una identificación entre los convencionales y la violencia, como si en la quema del metro hubiera estado anticipada, como una promesa, su venida. Esto revela un curioso determinismo histórico que, además de su incompatibilidad con la libertad, sólo puede explicarlo el deseo de algunos de atribuirse un papel necesario en el desenvolvimiento de los hechos. Lo que les permite –aunque lo nieguen– interferir en los demás poderes del Estado y arrogarse ahora ellos –y ya no sólo a la violencia– un lugar privilegiado en el destino del país. Su declaración sobre los presos de la revuelta no sería, entonces, un gesto excepcional para inaugurar su trabajo, sino aquel que redefine su papel: son ellos los verdaderos intérpretes del Chile que la clase política no supo leer y todas las demás instancias deben someterse a sugerencias que, en el fondo, son emplazamientos.

Quizás convenga ayudar a los convencionales a salir de su error de lectura: la violencia de octubre no es el origen del proceso constituyente, sino la primera y brutal explosión de una crisis incubada por años, y que no nos conducía a ninguna parte. Ningún orden puede salir de ella. Y frente a esa violencia la política triunfó. Estando al borde del abismo, el acuerdo de noviembre no fue una rendición a lo que esa violencia impuso, sino un esfuerzo de interpretación para contenerla, y encontrar así un camino –pacífico e imperfecto– para restablecer nuestra convivencia. Es desde ahí que nace la Convención: como fruto milagroso del diálogo siempre precario de la política con las circunstancias históricas. Y porque no sabemos a dónde nos conduce cada acción emprendida, es que debemos asumirla con el mayor cuidado posible. Tal vez sea ese el llamado más urgente que podemos hacerles a quienes tienen el destino de la nueva constitución en sus manos.