Columna publicada el sábado 10 de julio de 2021 por La Tercera.

La filósofa Jean B. Elshtain explicaba que la idea de soberanía, de un poder temporal último y absoluto, había derivado desde ser un rasgo atribuido a Dios, a una cualidad reivindicada consecutivamente -y, a veces, paralelamente- por papas, reyes, la nación, el pueblo y, finalmente, el individuo. La nuestra es la época de la soberanía de la voluntad individual: cada cual exige decidir el contenido de su identidad e imponerla al resto. Luego, atribuir rasgos no elegidos comienza a ser considerado violento. El neoliberalismo, si es algo, es esta ideología de la razón del cliente.

Esta visión choca con la idea de representación: ¿cómo un individuo soberano va a ser representado por otro? Toda mediación es sospechosa. El rol del Estado, así como el del mercado, es simplemente asegurar los medios para la autodeterminación. Liberar a cada mónada de la necesidad material de las demás. El resultado es un egoísmo colectivo igualitarista. Y el cierre cognitivo es provisto por las redes sociales y sus “verdades” a la medida. Así los antivacunas de todos los partidos.

La crisis política chilena ha hecho visibles las contradicciones de esta ideología: una de las mayores protestas de nuestra historia no generó liderazgos ni petitorios claros. La famosa “multitud” imaginada por Negri en oposición a la “masa”, va mostrando su propio lado oscuro y antipolítico. Más dioses y bestias que ciudadanos.

Los delirios absolutistas de algunos miembros de la Convención son otro ejemplo: bajo la visión de la soberanía popular, los momentos soberanos del proceso serían los plebiscitos de entrada y salida. Entre medio habría delegados cumpliendo un mandato enmarcado en el acuerdo de noviembre. Pero varios constituyentes se creen titulares de una potestad total para usar a discreción. De ahí el desfile de divos solipsistas incapaces de representar, así como la apología del violentismo de personajes como Atria, que prefieren imaginarse como titanes refundantes que como funcionarios del acuerdo que salvó la democracia. No será manicomio, pero muchos se creen Napoleón.

Otro problema es la paradoja identitaria: para que cada uno pueda definirse a voluntad se necesita un catálogo identitario. Ello impulsa un boom de lo tradicional/subalterno considerado popular y genuino (pueblos originarios, Loncón), en oposición a lo urbano/hegemónico, considerado elitista y falso (Bassa con irónico desgarbo, pifiar el himno). Sin embargo, lo tradicional/subalterno debe ser pasado por el tamiz neoliberal para su consumo masivo. Y el resultado es su disolución. Queremos comunidades robustas con formas de sentido fuertes, pero necesitamos disolverlas para consumirlas. En clave negativa o positiva, todo signo disponible es convertido en mercancía y espectáculo. Machitún express. Lápiz de Allende a luca y a mil. Simulación y simulacro, a la Baudrillard.

De este laberinto no hay salida sin dejar ir la noción de soberanía, fuente de los peores delirios políticos colectivos e individuales. Reconocer que no hay autoridades temporales absolutas ni refundaciones totales es la matriz de todas las humildades que Chile necesita. Ojalá extirpar el concepto de la Constitución para comenzar a sanarnos de él.