Columna publicada el viernes 30 de julio de 2021 por La Tercera.

Este semestre volverá a tener múltiples campañas. Al final del camino se encuentran las elecciones presidenciales y parlamentarias, y este año también las de consejeros regionales. En realidad, hace rato estamos envueltos en un torbellino de elecciones que parecen no dar tregua. Lo curioso es que, acostumbrados como estamos a votar, olvidamos que ellas son un tango que se baila de a dos. En efecto, durante los períodos de campaña los focos solo están puestos en los candidatos: cómo son sus programas, quiénes integran sus equipos, cómo van en las encuestas. Queremos saber hasta el más mínimo detalle que nos permita definir si nuestros candidatos son honestos, íntegros, trabajadores. Sin embargo, la calidad de las campañas y elecciones no dependen solo de los nombres aparecerán en la papeleta: los votantes también juegan un papel fundamental. No por casualidad se suele decir que los países tienen los gobiernos que se merecen.

En ese sentido, vale la pena recordar que las elecciones son un acto social, mediante el cual el pueblo se manifiesta como cuerpo electoral. Al votar, no estamos eligiendo como quien compra un yogurt, sino que escogemos en cuanto a miembros de una colectividad política. Con todo, es improbable que las elecciones tengan ese carácter si toda nuestra vida se conduce con la lógica del consumidor, como si escogiéramos un producto en el supermercado. Si las elecciones se guían por esos parámetros, se vacían de contenido y sirven solo accidentalmente a promover el bien público. En el peor de los casos, ellas se convierten en una mera agregación de voluntades. Las consecuencias de ese modo de comprender las votaciones las podemos ver, por de pronto, en la baja participación ciudadana: “a mí no me cambia la vida si sale un candidato u otro”. Sin duda, el voto voluntario ha colaborado en gran medida a configurar una mentalidad de consumidor. Pensemos también en el financiamiento irregular de las campañas o en las poco transparentes influencias de ciertos grupos en los candidatos. Lo que sucede ahí es que existen intereses personales que deben ser salvaguardados.

Que para muchos las elecciones sean simplemente una suma de preferencias individuales se debe a distintos factores. Uno de ellos es el descuido de los vínculos intergeneracionales. Si las sociedades trascienden el presente, todo votante debiera incorporar en su razonamiento el trabajo de las generaciones que los anteceden y el futuro de aquellos que vendrán después. Sin embargo, eso no es posible si nos votamos como si no perteneciéramos a un cuerpo político. Erosionar el impacto de las comunidades locales en la vida de las personas también contribuye a mutar el carácter de las elecciones en la medida en que tales comunidades no son capaces de proveer nada valioso para los ciudadanos. Cuando eso ocurre, es difícil que las votaciones se consideren como algo social, pues tal carácter solo puede surgir a partir de la experiencia de vivir en comunidad. Por último, quitarle relevancia en la esfera pública a las distintas agrupaciones de la sociedad civil ya sea impidiéndole su rol en la provisión de bienes públicos, ignorando su voz política o interviniendo de alguna manera su funcionamiento interno también hace lo suyo, pues la idea misma de relación queda debilitada. Todos estos elementos, sumados tal vez al énfasis en el carácter del voto como derecho individual pero obviando la responsabilidad que involucra, van configurando la percepción de que en las urnas solo importa el yo.

Las elecciones son un acto propio de la vida en común. Que ellas encarnen de verdad su carácter social es una tarea anterior al acto mismo de votar. Por eso, el período de campañas debe servir no solo a la articulación de candidatos, también a la de los votantes, pues no son meros espectadores del proceso. Estos tienen, por cierto, la responsabilidad de no actuar dominados por la histeria o el miedo, de informarse y de ejercer su derecho prudentemente, pero no solo eso: deben ser capaces de actuar conscientes de ser parte de un todo mayor, que no los absorbe pero que los comprende. La solidez de la democracia se juega en la calidad de sus elecciones, y eso no solo depende del desempeño de los candidatos.