Columna publicada el martes 6 de julio de 2021 por La Tercera.

Hoy el eje de las disputas y búsqueda de acuerdos en la convención constitucional es entre la izquierda democrática, que pretende respetar las reglas acordadas en noviembre y votadas en el plebiscito que da origen a la instancia, y la extrema izquierda, que llegó con grupos de choque, pifió el himno nacional, quiere intervenir a gusto los poderes del Estado y busca desconocer el rayado de cancha votado en el plebiscito. El espectáculo de este muñequeo va a durar un buen rato y será una mezcla de símbolos diseñados para emocionar, berrinches de manicomio y declaraciones confusas. Una montaña rusa.

Era de esperar que las cosas no partieran muy bien en medio de un año electoral, pero han logrado decepcionar incluso a los que no tenían expectativas. La presidenta Loncón reclamando contra el marco operativo fijado por el acuerdo de noviembre (y gran parte de la izquierda racista incapaz de discrepar con ella, tratándola condescendientemente como si fuera la Abuela Árbol de Pocahontas); el vicepresidente Bassa hablando de liberar a dedo presos políticos que desde la Corte Suprema hasta Human Rights Watch han aclarado hasta el cansancio que no existen; la “vocería de los pueblos” usando la instancia como plataforma para lanzarse como partido político luego de haberse armado despotricando contra los partidos; Atria, Schonhaut y sus amigos culpando del violentismo callejero a Carabineros, mientras le llovían piedras a los periodistas; y el gobierno dando lecciones organizativas de la incompetencia zorrona que la clase trabajadora chilena, con razón, tanto resiente. ¡Las orquestas juveniles tuvieron que salir a reivindicar el valor del respeto y el diálogo luego de haber sido maltratadas y humilladas por un grupo de constituyentes de izquierda!

La derecha, por otro lado, está excluida de ese proceso. Son los intocables de la Convención y, hasta ahora, no parecen estar jugando a nada. La apuesta por el rechazo de la UDI e importantes sectores de los demás partidos la arrinconó en el barrio alto de Santiago, y es justamente ese mundo al que muchos le quieren dar hoy una lección. Chile está siendo remecido por un sentimiento democrático que quiere terminar con los techos de cristal y con el juego de Monopoly donde siempre ganan los mismos y el resto está obligado a seguir jugando. La mayoría se aburrió del Monopoly y quiere un juego más parecido al Catan.

Este sentimiento no es nuevo y sus fundamentos no son falsos. Sebastián Piñera asumió su segundo mandato advertido de su existencia. En “El derrumbe del otro modelo” (2017) explicamos, desde el IES, que el sesgo estatista y nivelador hacia abajo de las reformas de Bachelet II no habían sido bien recibidas por la población, pero que el diagnóstico sociológico que las empujaba era, en buena medida, correcto. Era urgente un reformismo tan profundo como pragmático para ampliar el bienestar y las expectativas de los sectores medios. Sin embargo, aunque hizo gestos en esa dirección durante la campaña, desde el primer día quedó claro que lo que venía era más de lo mismo: fueron espadachines de los sectores más ortodoxos del empresariado los que pasaron a la primera línea ministerial.

Ahora que todo salió mal, es esa misma derecha que desinfló el reformismo y se atrincheró en las comunas más ricas la que nos dice que falta radicalidad. Que Piñera es DC. Que con más mano dura en octubre nada de esto ocurría. Que había que correr bala. Que había que jugársela más por el “rechazo”. Que esto es culpa de los blandos, los timoratos y los filósofos. Que basta de diagnósticos y vamos a las soluciones. Y que las soluciones ya las sabemos, porque las ideas ya están: “las ideas de la libertad”. Pero hay que llevárselas con convicción y entusiasmo a la gente confundida “de abajo”, y eso hoy lo impiden los autoflagelantes y los entreguistas.

La apuesta de ese sector es por el rechazo en el plebiscito de salida y la restauración neoliberal. Confían en que sean las contradicciones, irresponsabilidad económica y excesos de la propia izquierda la que lleve al pueblo a buscar seguridad en el diablo conocido. Y, hasta ahora, su mejor aliado es la ultraizquierda, no sólo por su violentismo y su desorden, sino porque su proyecto es, siendo una minoría caótica, hacerse a patadas del poder total, aunque nos convirtamos en un Estado fallido. Y es frente a esa banda de matones que la derecha autoritaria y economicista puede jugar mejor sus cartas.

¿Hay otro camino para la derecha? Sí, lo hay. Un sector cada vez más importante de ella está abierta a pactar con las izquierdas democráticas para sentar las bases de un Estado social, capaz de ampliar sus funciones y prestaciones, y un mercado benefactor, con reglas que pongan por delante la competencia, la transparencia y el acceso. Es decir, a ampliar los mecanismos privados y estatales de estabilización de expectativas vitales, apuntando a que ninguna familia en Chile quede en la tierra de nadie de ser, al mismo tiempo, demasiado pobre para el mercado y demasiado rica para el Estado.

Este pacto implica reconocer una derrota para la derecha tal como fue hasta ahora: no hubo capacidad, con la forma del Estado que defendió por 40 años, y con 8 años de gobierno propio, de generar los cambios que la población demandaba. Y ahora habrá que moverse desde el paradigma del Estado mínimo a uno de Estado social. Pero en vez de apostar por su pronto colapso, o por su aborto previo, se pueden negociar y defender límites que resguarden bienes fundamentales -como la iniciativa privada, el pluralismo institucional y el rol de la sociedad civil- y le otorguen robustez y proyección en el tiempo a dicho Estado.

Hoy la izquierda anda buena para la pachotada. Les gusta repetir que el nuevo orden lo deciden ellos y nadie más. Todo en ese tono de pasarela y farándula narcisista que tiene tomada la política. Pero lo cierto es que profesionalizar el Estado chileno, reformar los mercados y ampliar la capacidad de cobertura de ambos exige compromisos de largo plazo entre distintos sectores políticos y sociales. Se requieren amplias y transversales lealtades para que esto funcione. Y eso incluye a la derecha y al capital privado. La alternativa son acuerdos precarios y un escenario faccioso de lucha de élites, lucha de clases y lucha entre capital y Estado. El resultado de esa batalla campal claramente no es prosperidad alguna. Sería un desastre para las clases medias que asumen su situación prepandémica como un “desde”.

La convención constitucional, por muchos gestos simbólicos que genere, se validará en sus resultados. Fueron elegidos con votaciones mediocres para ejercer cargos en el marco de un acuerdo que fue validado por una votación histórica. Están al debe y al servicio de la ciudadanía. Y lo que le deben son las bases de un orden legítimo, estable y capaz de generar lealtades amplias para echar a andar reformas de mediano y largo plazo que cambien progresivamente el rostro del país de aquí a 20 años. Hasta ahora, no es que el poncho parezca quedarles grande, sino que no parecen interesados en ponérselo. Pero eso puede y debe cambiar: ningún ser humano es definitivamente incapaz de hacer el esfuerzo de ponerse a la altura de las circunstancias. Se puede fallar, claro, pero hay que tratar primero.