La instalación de la Convención, que tendrá lugar este domingo, está rodeada de cierta aura refundacional que ve en este hecho la oportunidad de acabar de una vez con un estado de cosas que se considera injusto. En efecto, las actuaciones de algunos convencionales y representantes en cierto sentido dan cuenta de la conciencia de que hay principios fundamentales que están en juego, y que son simplemente irreconciliables con el status quo y con aquellos que lo defienden. Por eso, cualquier actuación bajo los parámetros actuales –sean estos reglas, instituciones o compromisos– se lee como una resignación ante aquello que se desprecia y, por ende, una renuncia a los propios ideales. De ahí que en las vísperas del inicio del funcionamiento de la Convención algunos grupos, tal vez no la mayoría pero sí los más vociferantes, llamen a rodearla y presionarla, a saltarse las reglas, a exigir privilegios.

Aunque no sabemos cuáles serán las actitudes y posiciones mayoritarias en la Convención, un escenario como ese parece desesperanzador porque sugiere que no existirá voluntad de llegar a acuerdos, por el contrario, quien cuente con el quorum y apoyo necesario conducirá su propia revolución. El error, sin embargo, se encuentra en pensar que toda discrepancia, especialmente aquellas más profundas y sustantivas, dan origen a un momento revolucionario, con el quiebre que ello implica. Contrario a lo que se ha instalado, la toma de postura no es sinónimo de intransigencia.

Hace un par de años visitó Chile la académica de la Universidad de Oxford Teresa Bejan con ocasión de la conferencia anual de ICON-S. Su exposición en dicha oportunidad puede iluminar nuestra situación actual. En ella, la filósofa habló del concepto de “mera civilidad”, que permitiría enfrentar las diferencias en una comunidad política manteniendo el compromiso con compartir una vida en común, es decir, sin quiebres ni estridencias. El punto interesante es que la civilidad, o como quiera llamarse a tal disposición, no es un modo de poner término al disenso ni de rendirse ante aquello que se quiere combatir, por el contrario, es un modo de tratar el conflicto.

Según estas ideas, respetar y cumplir las reglas que se han establecido para el funcionamiento de la Convención, someter su funcionamiento a ciertos límites, respetar la institucionalidad vigente, aunque en último término se quiera terminar con ella, no equivale a rendirle pleitesía a un modelo que se aborrece. Por el contrario, revela un genuino compromiso con cuidar y preservar las bases de la vida en común.

De esto debiesen tomar nota especialmente aquellos que se han empeñado en ejercer presiones de todo tipo sobre la Convención, incluyendo algunas que rayan en la violencia, y aquellos que, adjudicándose la representación de todo un pueblo, se empeñan en evadir reglas que los preceden. Aún no hay nada dicho, y es esperable que con el funcionamiento de la Convención confirmemos que prima la disposición a encausar las diferencias por sobre los ánimos de refundar. Acá no solo está en juego la eventual nueva Constitución, sino el modo en que enfrentamos los asuntos comunes, algo cuyas consecuencias son mucho más profundas.