Columna publicada el viernes 4 de junio de 2021 por The Clinic.

El anuncio del presidente Piñera sobre matrimonio entre personas del mismo sexo es una buena ocasión para volver a insistir en un tópico impopular: que en Chile hay una severa crisis de la familia. Desde luego, la responsabilidad por esa crisis no hay que buscarla exclusivamente en la agenda de la diversidad sexual, pero la crisis es real. No es un asunto que queramos mirar muy de frente, por cierto. Así, hablamos de “mujeres jefas de hogar” para referirnos a los hogares en que la mujer lleva el hogar sola. Hablamos también de “diversos tipos de familia”, una expresión que abarca tanto los tipos que se busca celebrar como las familias quebradas. Buena parte de esta jerga –incluida la “familia tradicional chilena”– tendría que desaparecer para que podamos hablar con seriedad sobre este asunto.

Y es urgente hablar al respecto con seriedad: la crisis de la familia conecta de modo directo con el centro de nuestra crisis social. En la vida familiar se encuentra mucho de lo que las personas valoran y buscan proteger, lo que con esfuerzo han alcanzado. Pero en ella encontramos también muchos de nuestros más agudos problemas (el masivo fenómeno de los “papito corazón” sintetiza varios de estos). Eludir estos temas, ignorar los modos en que se relacionan, es ruta segura para seguir estancados donde estamos. Sin embargo, muchos tratan el asunto como si no hubiera crisis de la cual hablar, sino simplemente nuevas formas de vida sobre las que no cabe juicio crítico alguno. También al respecto es importante tener una conversación honesta. Llevamos ya una década con más de un 70% de nacimientos fuera del matrimonio, por nombrar una sola de las manifestaciones de esa crisis; un dato que escandalizaría a muchos de los países que consideramos avanzados. Quienes imaginan que en estos asuntos hay lineal progreso, creerán que solo nos estamos poniendo al día con la trayectoria de dichos países. Pero la verdad es que en estas cifras hace tiempo dejamos atrás a Francia, Alemania, Suecia, y un larguísimo etcétera. El mantra del progreso no parece ser el mejor consejero en estos asuntos.

No se trata de cambios inocuos. Como tiempo atrás apuntaba un estudio de la Fundación San Carlos de Maipo, un 50% de los adultos en nuestras cárceles ha pasado una parte de su adolescencia o infancia en centros de menores. James Heckman, el Nobel de economía, también ha llamado la atención sobre la significativa correlación entre desigualdad y cambios en la estructura familiar. La cuestión es bastante elemental: si criar hijos de a dos ya es difícil, ni hablar de lo que –en términos de tiempos, responsabilidad y carga económica– significa hacerlo solo. Pero todo esto también se puede decir en positivo: la familia permite mejor economía de escala, constituye un ambiente fundamental de transmisión de la cultura –nadie puede sorprenderse por su impacto en la educación formal–, y favorece que los hijos crezcan viendo modelos de respeto, colaboración y corrección recíproca entre los padres.

¿Por qué todo esto se encuentra en una condición tan disminuida? Por obvio que sea, vale la pena insistir en que las causas son de muy diversa índole. Algunas, como la ausencia paterna, las arrastramos desde tiempos inmemoriales, y es absurdo cargar todo el problema sobre nuestra modernización. Pero hay también aspectos de la vida contemporánea que radicalizan las dificultades. En parte, se trata del modo en que hemos diseñado nuestro mundo: la vida familiar requiere ciertas condiciones materiales, por básicas que sean, y nuestra crisis en materia de vivienda, por tocar una sola de esas condiciones, es elocuente. Pero la vida familiar reclama también cierto tiempo, cierto ritmo de vida, y es obvio que nuestras ciudades, nuestra cultura laboral y género de vida conspiran –de distinto modo para distintos grupos– contra esas condiciones de la vida familiar. No hay discurso pro familia que sirva de contrapeso a dichas faltas.

Sin embargo, el modo en que pensamos sobre la familia, el plano de los discursos, también importa. Las personas no vivimos solo de ideas, pero las tensiones domésticas desde luego se viven de un modo distinto según la manera en que concebimos el matrimonio. Y en ese plano es evidente que en nuestra sociedad conviven distintas visiones. La concepción “tradicional” ve aquí un compromiso permanente y exclusivo que permite no solo la unión horizontal entre el hombre y la mujer, sino también la unión vertical entre las generaciones. Es de ahí que provienen los efectos que antes mencionamos, y es eso lo que vuelve a la familia una institución social. El afecto desempeña ahí un papel fundamental y estructurante, pero se trata de bastante más que un simple “love wins” o de la “libertad de amar y ser amado” que invocara esta semana el mandatario. En sí mismo ese amor, de la orientación sexual que sea, nada le interesa al Estado. No es sobre el respeto a distintas formas de vida que se trata en esta discusión.

Aquí es donde, guste o no, se cruza el proyecto de matrimonio homosexual con la crisis general de la que hablábamos. La discusión en torno al matrimonio entre personas del mismo sexo no es causa, como decíamos, de los problemas actuales de la familia. Pero es, en parte, una expresión de dichos problemas. Junto con sus restantes consecuencias, la redefinición del matrimonio refuerza, en efecto, la comprensión puramente afectiva de la familia, restándole precisamente aquellos elementos por los que ha sido considerada base de la sociedad. En ese sentido hay que poner el problema en su lugar: hay reacciones escandalizadas que tratan esto como el punto culminante de la crisis de la familia, pero hay también voces negligentes que no quieren imaginar más que homofobia tras las críticas a tal proyecto. No es solo la discusión sobre el matrimonio homosexual la que así se reduce a dos o tres lugares comunes: se termina más bien de arruinar nuestra capacidad para pensar sobre la familia.

El panorama, en ese sentido, es desolador hacia dondequiera que se mire. Si el anuncio presidencial muestra una renuncia a plantearse preguntas elementales, la respuesta de la UDI bloqueando la aprobación inmediata del IFE es no menos desalentadora: las condiciones materiales de las familias acaban reducidas a instrumento en la disputa con el gobierno. En efecto, aquí podría haber habido voces que mostraran cómo valores tradicionales pueden servir de sustento para una preocupación robusta por la protección social, pero ni en los partidos ni en los presidenciables ha habido asomo de algo semejante. Si la izquierda, por otra parte, quiere que haya una conversación efectiva sobre protección para las familias, tiene que poder articular algo más que tres slogans sobre la forma y función de la familia, alguna comprensión de este tipo específico de comunidad. Baste aquí con recordar las candidaturas a la Convención que plantearon que en realidad “el individuo” o “las comunidades” eran la base de la sociedad, para tener una idea del grado de desorientación que hay ahí.