Columna publicada el sábado 26 de junio de 2021 por La Tercera.

El comunismo, al igual que el liberalismo capitalista, es una ideología materialista y progresista que sueña con un orden final, pospolítico, donde las luchas por el poder hayan sido superadas y cada ser humano puede dedicarse al goce pacífico de su existencia. Ambos desconfían de la tradición, los privilegios heredados y las comunidades robustas. Su diferencia central es el mecanismo de coordinación social que pretenden usar para avanzar hacia el horizonte común: los liberales creen en la articulación espontánea mediante mercados formadores de precios, mientras que los comunistas creen en la planificación racional del orden social desde la voluntad de un partido que, en teoría, encarna la verdadera voluntad del pueblo (incluso si no la actual). Capitalismo de mercado versus capitalismo de Estado.

Uno de estos primos hermanos, sin embargo, ha mostrado sistemáticamente ser menos aventajado: el capitalismo de Estado, la pretensión de coordinar desde arriba que cada cual aporte a lo común según sus capacidades y reciba según sus necesidades, ha probado en todas partes menor habilidad para generar riqueza y, sobre todo, para lidiar con la diversidad social y la divergencia política. El código político es menos eficiente y, por lo mismo, exige mayores niveles de control y homogeneidad.

La inferioridad técnica del comunismo, irónicamente, fue siendo compensada por recursos moralistas y estéticos. Es decir, mediante propaganda. El resultado final son regímenes autoritarios con oligarquías de hierro, donde el acceso a los recursos básicos depende de la lealtad al partido, y en los cuáles una épica moralista invade cada rincón a punta de consignas. Un campo de concentración con Silvio Rodríguez de fondo.

La propaganda no es, por cierto, sólo una herramienta eficaz. Es también un modo de pensar basado en el voluntarismo. Querer es poder. De ahí el desdén por la verdad y, finalmente, por la ciencia. El caso de Daniel Jadue y su constante recaída en dichos falsos y distorsiones, así como en acciones temerarias como la promoción, sin respaldo científico, del interferón y el avifavir en Recoleta, es de manual.

Esta mentalidad voluntarista y autoritaria, por supuesto, se lleva mal con el humor y la duda. La pretensión de imprimirle solemnidad política a todo es enemiga de la risa. Y ni hablar de la libertad de expresión o la autonomía institucional. La reacción desaforada de Carmen Hertz, Camila Vallejo y Luis Messina respecto a las preguntas hechas por los periodistas a su líder lo dejaron claro: hay que “democratizar” a los impertinentes. Lo mismo la campaña del PC contra Sergio Micco del INDH por tratar de entregar cifras reales en vez de útiles a “la causa”.

Es imposible que una secta política enajenada como la de los comunistas chilenos pueda gobernar el país sin tender a destruirlo. De partida, porque no saben cómo sostener los niveles de vida que la clase media asume como un “desde”, pero especialmente porque no tienen respuesta alguna a los problemas de sentido y cohesión social generados por la modernización capitalista. Gabriel Boric, como lector de Albert Camus, sabe que está en una alianza condenada. Ojalá le prestara esos libros a sus camaradas.