Columna publicada el domingo 2 de mayo de 2021 por El Mercurio.

¿Qué representa Pamela Jiles? ¿Qué verdades revela, de qué enfermedades es el síntoma? Se trata, sin duda, de preguntas urgentes que el sistema político debe responder, si acaso quiere sobrevivir a los embates de la diputada. En efecto, no será posible enfrentarla mientras no sepamos a qué juega. Sobra decir que la interrogante no es meramente personal, por más que ella —con suma astucia— busque siempre conducir la pregunta a sí misma. El problema es, más bien, lo que encarna y las enormes grietas que su irrupción deja ver. Aquí reside la primera dificultad del ejercicio: su retórica, sus excentricidades y su estilo tienden a ocultar la auténtica naturaleza del fenómeno.

Desde luego, es imposible explicar su auge a partir de un solo factor. Sin embargo, hay un elemento que ha sido crucial en su éxito: ella desafía y vence sistemáticamente allí donde ha fracasado la mediación política. Hay que notar bien este hecho: Pamela Jiles ha sido capaz de someter a todo el sistema, obligándolo a seguir su ritmo y sus tiempos. El espectáculo tiene una dimensión patética: parlamentarios experimentados, zorros viejos y autoridades de todos los pelajes y colores han aceptado bailar su música. La explicación es muy simple: dado que estos dirigentes han dejado de creer en la política, le han regalado un espacio virtualmente infinito; y baste recordar el modo en que Matías Walker avivó esa dinámica, por mencionar un solo ejemplo. Si las instituciones no valen gran cosa, si la calle y los “movimientos sociales” lo son todo, y si el Congreso es una enorme cocina, entonces ella lleva todas las de ganar. Nuestros políticos están pagando la cuenta de años renegando una y otra vez de su propia misión.

No es casual, por ejemplo, que Pamela Jiles haya sido elegida en un cupo del Frente Amplio. Muchos personeros de esa coalición actúan como si fuera posible replicar las lógicas universitarias en el Parlamento. Así, han alimentado una retórica asambleísta y la idea según la cual la representación sería más o menos inútil, pues “el pueblo” podría manifestar directamente su voluntad. Por más que hoy la nieguen, Pamela Jiles es fruto de cierto discurso de la nueva izquierda.

Tampoco es casual que su gran bandera —el retiro de los fondos previsionales— sea el hito que mejor marca el divorcio entre técnica y política. Allí donde todos los expertos han repetido una y otra vez que es una pésima política pública, el sistema decidió hacer oídos sordos, nutriendo su lógica. Muy pocos estuvieron dispuestos a darse el trabajo de explicar, resistir y contener. Como en dominó, cedió la izquierda moderada, cedió parte relevante de la derecha y luego cedió el Gobierno presentando sus propios proyectos. En rigor, la inmensa mayoría de los parlamentarios obedeció a la más estricta demagogia votando un proyecto que sabían dañino e injusto. Pamela Jiles, al menos, obedecía a una estrategia bien pensada y mejor ejecutada: punto para ella.

Ahora bien, la pregunta que queda instalada es si acaso será posible rehabilitar esa extraviada mediación política. El proceso constituyente es una buena oportunidad, pero habría que partir por la sinceridad: la discusión será un gran fracaso si no se asume su carácter representativo. No será el pueblo quien escriba directamente la Constitución, sino un puñado de dirigentes electos. Es deseable que haya mecanismos de participación ciudadana, pero ellos no podrán reemplazar la deliberación política de la Convención, porque no existe la voluntad del pueblo sin mediación.

La reunión entre el primer mandatario y los presidentes de las ramas legislativas es otro buen ejemplo de cómo podría restituirse este principio. Yasna Provoste comprendió la situación a cabalidad y por eso es la mejor Presidenta que ha tenido el Senado en mucho tiempo, más allá de las diferencias políticas que cada cual pueda tener con ella. Sin renunciar a ninguna de sus convicciones, ha sabido asumir altura y ha logrado lo que varios candidatos no han podido realizar en mucho tiempo. Esto le ha valido ataques de quienes siguen apostando por el maximalismo. Así, la misma Pamela Jiles y toda la nebulosa que rodea al PC han cuestionado duramente su actitud, tratando de dañar su credibilidad. La reunión, afirman, sería una nueva cocina de espaldas a la ciudadanía, una nueva traición a la voluntad popular. Son, por cierto, los mismos que no firmaron el acuerdo del 15 de noviembre.

En este punto exacto recae sobre la izquierda democrática una responsabilidad histórica. Si se quiere, hay una línea divisoria entre las dos oposiciones. Por un lado, quienes quieren derrocar al Presidente electo democráticamente y, por otro lado, quienes piensan que esta crisis requiere diálogo y conducción política. Será interesante ver, por ejemplo, cómo se plantea Gabriel Boric en esa disyuntiva. Durante demasiado tiempo, buena parte de la izquierda ha querido tener un pie fuera y un pie dentro de la institucionalidad; pero todo indica que la figura de Jiles ya no permite ese equívoco, pues se lleva todos los réditos. El precio ha sido caro —nada más ni nada menos que el régimen presidencial—, pero permite ver alguna luz al final del túnel. Dicho de otro modo, el único antídoto contra Pamela Jiles es la reivindicación enérgica de la dignidad de la política, y nadie lo ha comprendido mejor que Yasna Provoste.