Columna publicada el sábado 22 de mayo de 2021 por Ciper.

“Ellos no querían una nueva Constitución. Sólo han querido rechazar los cambios y las demandas de la ciudadanía. En un momento dijeron que no había que pasar por un proceso constituyente, que había que reformar las leyes. Pero pasaron dos años y no modificaron nada. ¿Por qué le vamos a creer ahora?”. Así justifica Francisco Caamaño, el convencional electo con más votos de la “Lista del pueblo”, su rechazo a pactar con la derecha en la Convención. Desde luego, cerrarse a priori a conversar no resulta demasiado democrático ni tolerante y, de hecho, él había sugerido una aproximación distinta en otra entrevista; pero su afirmación de todos modos es digna de análisis. La pregunta puede ser formulada como sigue. ¿Hasta qué punto Caamaño acierta al describir el comportamiento político del oficialismo? Puede pensarse que en el modo de enfrentar esta interrogante —tomársela en serio y abrirse a la autocrítica, o simplemente descartarla— se juega el futuro político de este sector. Para responderla, se requiere un breve rodeo.

Ayer

Durante el proceso constituyente impulsado por la expresidenta Michelle Bachelet hubo pocos dirigentes de centroderecha dispuestos a colaborar con el cambio constitucional: básicamente, Jaime Bellolio, Felipe Kast y Manuel José Ossandón. Es indudable que tal proceso admitía reparos fundados (por ejemplo, la Nueva Mayoría nunca resolvió su disputa interna sobre cómo conducirlo, y la fase de participación consistía en una agregación de preferencias, que dificultaba la deliberación). El problema, entonces, no era formular estas críticas, sino asumir ex ante que la cuestión constitucional era un asunto de poca monta. Las facciones dominantes en la derecha jamás estuvieron dispuestas a preguntarse si este debate tocaba una dimensión importante de la vida pública, ni tampoco si tras el cuestionamiento a la constitución escrita se escondía un problema con el orden político y económico del Chile posdictadura.

Algunas voces advertimos que era indispensable examinar el tema con otros lentes —la historia, la filosofía, la ciencia política—, pues “cuando no llega a tiempo la reforma, a veces, mal que nos pese, sí lo hace la revolución”. En la misma línea, al terminar el segundo gobierno de Bachelet los constitucionalistas José Francisco García y Patricio Zapata plantearon un pacto intergubernamental, para darle continuidad y otorgar un carácter de Estado a esta agenda. Pero la lógica dominante en la derecha partidista siempre fue la misma: el tema no era prioritario, la legitimidad no era un elemento relevante. Nada había que discutir.

Y así, dando por sentado que no teníamos problemas en materia de legitimidad política y que el malestar social era algo así como un invento de teóricos exaltados (“otra cosa es con guitarra”), llegamos al segundo mandato de Sebastián Piñera. El categórico triunfo en el balotaje llevó al oficialismo a ignorar no sólo la abstención electoral (la mitad del padrón), sino también a olvidar el frustrante resultado en la primera vuelta. Así, se optó por la lectura más complaciente posible, cuyas consecuencias saltan a la vista.

Por de pronto, se menospreció la importancia de articular una narrativa consistente. El Presidente insistía en reeditar el discurso de los consensos noventeros —se prometía una segunda transición—, pero su primer gabinete trajo consigo no sólo altas dosis de piñerismo, sino también una configuración “sin complejos”, reflejada particularmente en los ministerios de educación y economía. Las advertencias, de nuevo, fueron sistemáticamente ignoradas (ver aquí, aquí y aquí). La misma sordera se evidenciaría en los meses siguientes: el Ejecutivo, confundido entre las agendas de género, los recurrentes autogoles (¡se nombró embajador al hermano del Presidente!) y el olvido de la agenda social, perdió el foco a poco de regresar a Palacio.

El propósito de los críticos, por cierto, era simplemente recordar lo elemental. El oficialismo había vuelto a La Moneda con la promesa de articular el mérito con la solidaridad para mejorar la calidad de vida de la clase media vulnerable. Esto suponía una hoja de ruta definida, con prioridades claras y un marcado énfasis social, así como un equipo ministerial que encarnara ese proyecto. Este era el único modo de cumplir las enormes expectativas que se habían generado. Sin embargo, nada de eso existió, al punto que se desaprovechó la (breve) luna de miel, y la clase media pasó al baúl de los recuerdos. Sin un norte claro, por lo demás, sería inviable mantener la unidad de la coalición. Muchos de los problemas actuales de la derecha se incubaron en ese entonces.

Hoy

El resto de la historia está más fresca. Luego de jactarse del oasis nacional, de mandar a la ciudadanía a madrugar y a comprar flores, y de verificarse una severa incapacidad policial y estratégica para controlar los primeros desórdenes públicos —revelándose una crisis del Estado, no sólo del gobierno—, vino el estallido social. Éste, con su combinación de brutal violencia, saqueo y vandalismo, por un lado, y de masiva movilización social e inequívoca expresión del malestar, por otro. Como es sabido, los desaciertos oficialistas continuarían: el Presidente comía pizza mientras Santiago literalmente explotaba, pronto le declararía la guerra a un “enemigo poderoso” sin precisar a quién se refería, el entorno presidencial confiaba en que apretando los dientes y esperando la Navidad las dificultades desaparecerían, etc.

En todo caso, la desorientación no sólo afectaba a La Moneda. En las horas más complejas desde el retorno a la democracia, la derecha casi en su totalidad perdió toda capacidad de palabra y conducción. Las pocas excepciones fueron autoridades como la entonces intendenta Rubilar o los alcaldes de La Florida y Puente Alto, cuyos trabajo territorial o trayectoria biográfica les permitía percibir que algo significativo acontecía. Todo esto es importante porque, salvo contadas excepciones, los dirigentes oficialistas suelen compartir una experiencia vital muy similar y un mismo tipo de arsenal analítico, lo que dificulta su conexión con las grandes masas. Dicha conexión, hasta ahora, sigue siendo una quimera.

En general, el panorama para la derecha sólo ha empeorado desde aquellos días de octubre de 2019. Es verdad que la oposición ha coqueteado o manifestado expresamente pasiones antidemocráticas y que la pandemia dificultó todo, pero no basta mirar la paja en el ojo ajeno. En rigor, la autocrítica es indispensable: el gobierno jamás recuperó la iniciativa después del Acuerdo constitucional, el oficialismo nunca pudo sortear la división que instaló en sus filas el plebiscito de entrada, y sus bancadas parlamentarias abandonaron progresivamente al Presidente, llegando incluso a quitarle el tercio que le asegura un piso mínimo de poder, en un acto de irresponsabilidad política que será muy difícil resarcir. En parte, sus parlamentarios cedieron de manera mezquina e irresponsable a la demagogia del momento; y, en parte también, ellos reaccionaron a un problema real. En efecto, La Moneda fue incapaz de comprender que a esas alturas la crisis exigía otro tipo de medidas, que a la larga podían resultar más baratas en términos fiscales y más beneficiosas para la población.

En este contexto debe comprenderse la derrota electoral del fin de semana pasado. En términos coyunturales, ella confirmó no sólo la deslegitimación de los conglomerados tradicionales, sino también que la derecha viene dando tumbos. Visto en retrospectiva, no había demasiados motivos para esperar un resultado positivo en la elección de convencionales (y, además, todos menospreciamos la irrupción de los grupos de independientes). El problema, en síntesis, es que pese a las múltiples señales que indican que la sociedad chilena aspira a grandes cambios en materia económica, política y social, el oficialismo jamás ha ofrecido un proyecto reformista anclado en su propia identidad y acorde a las circunstancias. Si se quiere, el imaginario de la derecha quedó atado al Rechazo que, siendo legítimo por supuesto —los que niegan esto desconocen el disenso inherente al régimen democrático—, terminó simbolizando una actitud reactiva que simplemente no hace sentido a las grandes mayorías en el Chile postransición.

Debemos advertir, sin embargo, que los cambios que esperan tales mayorías no tienen por qué ser necesariamente de izquierda. El clima actual es hostil para la derecha, en gran parte por sus propios errores; sin embargo, basta reparar en la honda división opositora observada (de nuevo) hace pocos días para notar que el oficialismo aún tiene algo que decir en este nuevo ciclo que comienza. En otras palabras, depende de la centroderecha que las izquierdas no jueguen solas el partido de las grandes transformaciones. Por lo mismo, el peor error que podría cometer este sector es restarse de esta disputa. Parafraseando los sugerentes hallazgos del proyecto “Tenemos que hablar de Chile”, si la ciudadanía aspira a un “reseteo” del sistema dentro de la institucionalidad, que proteja los avances de las últimas décadas y basado en grandes acuerdos, el desafío del oficialismo es ofrecer su propio proyecto de reseteo; un programa de cambios sociales e institucionales a partir de su propio ideario. Asumir otra actitud, por lo demás, raya en el absurdo, considerando que ya se perdió la capacidad de veto: ¿qué sentido tiene mantener la cultura del bloqueo cuando se perdieron los mecanismos que la hacían eficaz?

Nada de esto es utópico. No parece casual que, pese a todo, la centroderecha se encuentre en una posición expectante en la carrera presidencial. Sus candidatos a La Moneda tienen diferencias entre sí, pero también un factor común: con mayor o menor seriedad según el caso, todos han sugerido un horizonte de cambios. Sus énfasis son la reconstrucción de Chile, la integración y cohesión social, el reformismo decidido, etc. Naturalmente, aquí no bastan ni la estridencia mediática, ni menos plegarse al espectáculo de ciertos demagogos. El desafío es encarnar ese mensaje propositivo y traducirlo en un programa ambicioso, creíble, responsable y basado en prioridades claras. En esta línea, el rigor técnico es crucial: nada más exigente que un plan profundamente reformista.

El supuesto de todo lo anterior es un diagnóstico propio, que se tome en serio los fenómenos sociales e intente comprender al país y sus problemas, sin conceder ni negar a priori las carencias que detecta la izquierda. La tarea es titánica, pero puede pensarse que la derecha aún puede emprenderla. Ello teniendo en cuenta no sólo su posición relativamente expectante en la presidencial —el electorado ha mostrado ser muy volátil y sus candidatos están leyendo bien la necesidad de cambios, como decíamos—, sino también las ideas matrices de este sector. En efecto, la dignidad de la persona, la importancia de la familia, las comunidades y la sociedad civil organizada, una visión de lo público que no se agota en el Estado, la articulación entre el orden y la libertad y otras nociones semejantes pueden dialogar muy bien con una ciudadanía como la actual. Ella anhela a grandes mejoras, pero al mismo tiempo aspira a vidas estables, valora fuertemente la pluralidad social y su trayectoria biográfica, y tiene preocupaciones muy concretas, vinculadas al empleo, la salud, la delincuencia y la seguridad social.

Mañana

En suma, en la medida en que la derecha abandone la actitud reactiva y confirme las intuiciones que laten en su primaria presidencial estará en condiciones de ofrecer su propio proyecto de protección social, para lo cual bien puede tomar como inspiración la experiencia alemana. Quizá no haya mejor ejemplo de cómo la economía social de mercado, la participación de los trabajadores en sus empresas, la descentralización política y la cooperación público-privada pueden articularse en función de las necesidades vitales de las personas (y todo esto, por cierto, sin un catálogo de derechos sociales justiciables: ahí, en la primacía de la deliberación política a la hora de determinar, implementar y robustecer los servicios públicos, hay otra lección que sacar).

El punto es que empujar ese tipo de horizontes es imprescindible. Chile está iniciando un nuevo ciclo político, y las decisiones que se adopten en el futuro inmediato condicionarán decisivamente el papel del oficialismo en los años venideros. Por diversos motivos que deben seguir estudiándose, las apuestas reformistas del pasado no han tenido cabida dentro del sector: los falangistas terminaron saliendo del Partido Conservador, el doctor Eduardo Cruz-Coke fue tildado de populista y obstaculizado en su camino a la presidencia, las advertencias más recientes de pensadores como Mario Góngora o Gonzalo Vial fueron ignoradas, y así. En este contexto, resulta natural preguntarse cuán viable es en nuestro país articular una derecha que no se limite a la protección del statu quo. Pero si la actual coyuntura confirma esta dificultad endémica, no serán sólo los reformistas quienes terminarán afectados. Mal que le pese a algunos, todo indica que o este sector adopta ese enfoque, o su rol en el nuevo ciclo se reducirá a la mínima expresión.