Columna publicada el domingo 16 de mayo de 2021 por El Mercurio.

Hoy inauguramos un nuevo ciclo de la vida nacional. La inédita elección de constituyentes marcará sin duda el primer instante de una renovada configuración política, cuyas consecuencias serán de largo alcance. Por lo mismo, deberíamos tomarnos muy en serio el momento, y medir bien tanto las posibilidades que abre como las limitaciones que les son inherentes. Sobre todo deberíamos identificar sus principales riesgos.

En efecto, cada cual podrá ser más o menos escéptico, o abrigar más o menos dudas respecto de la dinámica preponderante, pero el hecho es que estamos todos embarcados en esta aventura, y más vale que resulte bien. Hay demasiados bienes en juego, y no nos conciernen solo a nosotros. Si el proceso fracasa, por el motivo que fuere, nuestros problemas serán aún más graves de los que hemos enfrentado. Hoy podemos creer en algo, pero si fracasamos, no habrá muchas alternativas en la mesa. Pasado el fragor de las campañas y el cortejo de promesas rimbombantes, deberíamos darnos un espacio mínimo para preguntarnos por las condiciones indispensables de un camino exitoso.

El primer dato es el mapa de la Convención. Esta se articulará, votos más, votos menos, en torno a tres grandes grupos: la derecha, la socialdemocracia y la izquierda más dura. Dado que nadie contará (ni de cerca) con dos tercios, será necesario alcanzar consensos amplios, mucho más amplios de los que estamos acostumbrados. Este es el giro que debería empezar a producirse desde mañana lunes: la lógica polarizante (de conflicto constante) tendría que dejar lugar a una lógica de colaboración (ineludible para los dos tercios). Dicho en simple, esta segunda transición obligará a renuncias dolorosas de todos los sectores.

La tarea, sobra decirlo, no será fácil. Por de pronto, el clima que precede el trabajo de la Convención no ha sido muy estimulante —por mencionar un ejemplo, llevamos semanas entrampados en la discusión de mínimos comunes—. En el escarpado camino de la Convención se cruzará también la contienda presidencial, que tenderá a concentrar las miradas. Quizás el primer deber de los convencionales consiste en tomar distancia de esa campaña, cuyos tiempos son distintos.

En cualquier caso, la dificultad más relevante guarda relación con la socialdemocracia. Guste o no, la principal responsabilidad del proceso recae sobre sus hombros. Por un lado, la derecha está abatida, su gobierno ha sido una profunda decepción (por decirlo de modo elegante), y no ha logrado dar con un discurso pertinente tras el 18 de octubre. Debe recordarse, además, que fue la centroizquierda la que desencadenó el proceso constituyente al plegarse, la tarde de aquel 12 de noviembre, a la demanda por una nueva Constitución. Ese día triunfaron definitivamente los autoflagelantes.

Ahora bien, una vez logrado ese hito, el desafío pasa por darle conducción política al proceso. En ese sentido, la primera tensión —que, intuyo, será visible desde mañana lunes— es la siguiente: hay una porción significativa de la izquierda que no mira este proceso como una oportunidad histórica para elaborar consensos duraderos, sino como una etapa adicional de una dinámica mucho más amplia de acumulación de fuerzas, en vistas de un supuesto triunfo final. Se trata de una izquierda que —encandilada con la lectura de Mouffe y Laclau— sigue apegada a la vieja táctica de agudizar las contradicciones, asumiendo y radicalizando los conflictos.

Si se quiere, acá reside el gran dilema que enfrentará la socialdemocracia (y Chile con ella). Los más vociferantes no abandonarán la retórica maximalista, fuera de la cual todo sería cocina y traición. Esa izquierda ejercerá una enorme presión —política y psicológica— sobre quienes se permitan dudar. Tal es el sentido final de la expresión “rodear la Convención”: parafraseando a Rousseau, la idea es obligarlos a ser libres, así fuera contra su voluntad. Cabe recordar que esa izquierda está dominada actualmente por el PC, partido que no suscribió el acuerdo del 15 de noviembre, y que está cooptando progresivamente lo (poco) que queda del Frente Amplio.

En ese contexto, la gran pregunta es: ¿cómo reaccionarán los socialdemócratas a esa presión?, ¿se plegarán a la lógica del PC y denigrarán todo acuerdo, dejando a la Convención en un callejón sin salida? ¿O bien tendrán el coraje moral de afirmar su propia identidad política, la misma que renegaron alegremente el 2011? ¿No será hora de comprender que, si sus candidatos no entusiasman, es fundamentalmente porque dejaron de creer en sí mismos? ¿Se decidirán, por una vez, a actuar como adultos responsables, o bien seguirán atrapados en la eterna frustración adolescente de los 30 pesos, 30 años? La centroizquierda se enfrenta a una decisión histórica: o bien retoma el hilo de la mejor parte de su historia —Pedro Aguirre Cerda, Patricio Aylwin—, o bien persiste en el misterioso secuestro al que ha estado voluntariamente sometida durante los últimos años. No es exagerado afirmar que Chile se juega buena parte de su futuro en la respuesta que el mundo de la Unidad Constituyente ofrezca a estas interrogantes. No son 30 pesos, son los próximos 30 años.