Columna publicada el miércoles 5 de mayo de 2021 por The Clinic.

La conversación entre el Senado y el Ejecutivo repuso la vieja acusación contra la “cocina” política. Acuñada para describir acuerdos que se consideran espurios, esa fórmula puede tener usos justificados. Pero de un tiempo a esta parte, es la deliberación democrática en sí misma la que es objeto de esta acusación. Vale la pena preguntarse por qué. Después de todo, la significativa votación en el plebiscito de octubre de 2020 –la más masiva de nuestra historia en número de votantes, cabe recordar– fue un inequívoco acto de confianza en intentar resolver nuestra crisis mediante la deliberación de un órgano esencialmente representativo. ¿Cómo entender, entonces, que cada asomo de tal deliberación sea denostado?

Una respuesta posible a esa pregunta es que en realidad no hay un pueblo uniforme rechazando la “cocina”. Ese rechazo suele provenir más bien de actores puntuales con agendas específicas. Sin embargo, sus alegatos encuentran oídos atentos en una parte no menor de la ciudadanía, y para entender por qué hay que notar los múltiples ingredientes del cóctel que tenemos por delante. Ahí está, con sus méritos y defectos, toda la crítica a la política de los acuerdos de los “treinta años”. Pero también influyen otros fenómenos: la concepción de la política como pura dominación, o las filosofías de la sospecha, que nos vuelven incapaces de mirar el discurso del interlocutor como palabra genuina. Pero, además, también ocurre que la gente que cree en la deliberación suele ser ingenua sobre las condiciones bajo las que ésta es posible. En efecto, la deliberación requiere espacios libres de presión, por ejemplo, y eso no es muy fácil de conjugar con la ilusión de transparencia total que caracteriza a nuestro momento político (piénsese aquí en el escándalo con que algunos enfrentan la sugerencia de sesiones reservadas –no secretas– en la Convención Constituyente).

El problema es de importancia capital: al entrar en la deliberación más decisiva en décadas, nos asola una grave crisis en la capacidad para deliberar. Es fundamental recordar entonces las características más elementales de tal ejercicio, así como las cosas que arruinan la deliberación. Hay, después de todo, mínimos de racionalidad económica cuya carencia ilustra muy bien la profundidad de nuestra crisis y la omnipresencia, en su lugar, del voluntarismo. Recordemos, por ejemplo, la escandalizada reacción de Julio César Rodríguez –encarnación de varios de estos problemas– cuando uno de sus entrevistados, Cristóbal Bellolio, afirmara que nos espera un futuro de peores pensiones. Que las sucesivas políticas de retiro de fondos conducen efectivamente en esa dirección es tratado por el periodista como un dato irrelevante: Convención Constituyente mediante, podremos fijar las pensiones que queramos.

La deliberación, hay que entonces recordar, no consiste en ponerse metas deseables, sino en considerar los medios por los que se puede llegar a ellas. No es de extrañar, por lo demás, que la discusión sobre pensiones sea tan sintomática de nuestra crisis. Después de todo, entre los múltiples factores que militan contra una buena deliberación se encuentra el presentismo, la incapacidad de poner los problemas en un horizonte temporal adecuado. En el diálogo aludido, Rodríguez dice de las pensiones que “tenemos tiempo como país para hacerlas mejores”. Lo cierto es más bien que teníamos tiempo, varios años atrás, y que no haber actuado en ese tiempo incluso impide ahora discutir sobre algunos instrumentos –como el aumento de la edad de jubilación– que podrían llevar a una mejora. Cada sector sigue esperando, entretanto, que la cotización adicional vaya a parar a su lugar preferido, y pasan los años sin que la cotización efectivamente aumente. Pero el problema aflora también más allá de la discusión sobre las pensiones: se dice querer un Estado de bienestar, pero candidatos y parlamentarios compiten de las más variadas formas por horadar la legitimidad de los impuestos. Y así, suma y sigue.

Este es el reino del voluntarismo puro, donde solo se requiere apretar ciertas teclas para que emerja un país mejor. ¿Cómo se arruinó de esta manera nuestra capacidad de deliberación? Aristóteles apunta en un pasaje de la Ética a Nicómaco que tanto el dolor como el placer arruinan la capacidad para deliberar. Tal vez haya que buscar parte de la respuesta a nuestra pregunta ahí. Hay quienes han visto pasar los años sin que la dignidad buscada se asome en el horizonte, y el dolor resultante arruina la capacidad para volver a poner las cosas en un marco temporal razonado. Pero no es solo esa experiencia de dolor la que nos ha arruinado, sino también la del placer: el hedonismo del consumo inmediato ocupó el lugar que podría haber tenido una cultura del ahorro. Esa inclinación deja su huella no solo en las cuentas, sino también en las mentes.

Sea como fuere, hoy es una responsabilidad básica el recordarnos mutuamente las condiciones de una deliberación responsable. Es una de las maneras elementales en que profesores –escolares y universitarios– pueden servir al país, y es una de las cosas que debemos ser capaces de volver a exigir a esos otros educadores que para bien o mal son nuestros políticos.