Columna publicada el sábado 29 de mayo de 2021 por La Tercera.

Una de las ilusiones políticas más corrosivas es que ganar equivale a tener razón. El poder, bajo esa luz, se convierte en un fin en sí mismo, y su justificación se vuelve balbuceante, limitándose a que los demás son peores. Esa es la filosofía de todos los grupos políticos en decadencia, antesala de todas las formas posibles de corrupción. Y es que si estar en el poder es en sí mismo el bien, entonces cualquier método para conservarlo parece justificado. El bien común desaparece por completo del horizonte.

Cuando se critica “la vieja política” creo que se apunta a esta distorsión. Sin embargo, un déficit reflexivo hace que se piense que el problema son sólo los actores políticos y no la lógica bajo la cual actúan. “Que se vayan todos” se convierte en la consigna, promoviendo una renovación de rostros que no cambia, en realidad, las reglas del juego. El exabrupto autoritario de Daniel Stingo diciendo que ellos iban a imponer “los acuerdos” o la vista gorda de casi toda la izquierda frente al caso Atria-Boliden son nuevos puntos en el mapa que se suman para indicarnos que, probablemente, estamos frente a más de lo mismo. La arrogancia es la marca de la bestia.

Por supuesto, esto no ocurre siempre. Hay actores viejos y nuevos que entienden la renovación como un cambio en la lógica del ejercicio del poder. Las prudentes declaraciones de Tomás Vodanovic luego de su arrollador triunfo en Maipú son un buen ejemplo: estableció la eficacia de su gestión municipal como prueba de fuego de sus promesas de bienestar, y no el mero triunfo electoral. Ganar, en su discurso, es simple medio. Generar bienestar es tener razón.

La forma en que piensa un político queda especialmente expuesta cuando colaborar con el adversario ayuda al bienestar general, pero afecta el propio interés político. Es decir, cuando el adversario tiene razón, pero necesita apoyo cruzado. Quienes ven el poder como fin en sí mismo negarán la sal y el agua, aunque le haga daño a las personas. Y ese, lamentablemente, es el espíritu que parece gobernar hoy a la mayoría opositora. De ahí el llamado a Provoste a quemar puentes en vez de construirlos si quiere ser candidata.

La izquierda sabe que hoy puede dañar a la derecha por dos caminos: golpeando al gobierno en el suelo y usando la sede legislativa como plataforma para campañas demagógicas. Ambas palancas han sido usadas sin asco. Pero el rechazo a la ley de acceso al suelo, regeneración de barrios e integración social marca un nuevo récord: la oposición admite que su contenido es beneficioso y urgente, pero no políticamente rentable. Luego, se rechaza. Que espere el populacho hasta que gobernemos nosotros.

¿Qué se rechazó? La adquisición de suelos para 20 mil nuevas viviendas bien ubicadas, un mecanismo para destrabar de inmediato la construcción de 10 mil viviendas, la regeneración ahora de barrios habitados por 16 mil familias, y la obligación de incorporar vivienda social e integración urbana para todo nuevo plan regulador.

Esto deja a la vista la convicción de que el pueblo le pertenece a la izquierda, y que si debe sufrir para que la izquierda conquiste el poder, sufre por su propio bien. Ya veremos si los afectados están de acuerdo.