Columna publicada el viernes 2 de abril de 2021 por CNN Chile.

Congreso unicameral. Aprobar todas las leyes con mayoría simple. Eliminar o reducir a la mínima expresión el Tribunal Constitucional (“yo diría que es mejor no tenerlo”). Iniciativa popular de ley. Plebiscitos revocatorios para terminar en forma anticipada con normas o autoridades democráticamente electas. Todo ello en el marco de un régimen parlamentario. Así es el sistema político que imagina Fernando Atria, según explicitó hace pocos días en La Tercera. Considerados de forma separada, sus planteamientos admiten argumentos más o menos plausibles según el caso. Sin embargo, el conjunto de la oferta representa un cóctel explosivo que, paradójicamente, podría alejar aún más a la política de la ciudadanía. Veamos.

Por de pronto, la apuesta por los plebiscitos revocatorios y la iniciativa popular de ley no sorprende —ambos se han transformado en un lugar común dentro de los dirigentes políticos—, pero la experiencia acumulada sugiere que se trata de instrumentos poco efectivos. En contextos de alta polarización de las élites, como ocurre en nuestro país, ellos suelen ser más funcionales a grupos de presión que a las grandes mayorías. En el caso de la iniciativa popular de ley, incluso se discute si consiste en un mecanismo de democracia directa (David Altman, por ejemplo, les niega este carácter). Por su parte, los plebiscitos revocatorios bien pueden convertirse en un factor de inestabilidad. Sin ir más lejos, en Perú más de 5.000 autoridades fueron impugnadas por esta vía entre 1997 y 2013. Es indispensable disminuir la brecha entre política y ciudadanía, pero nada indica que ese noble propósito se logre incorporando herramientas que tiendan a bloquear aún más el sistema. Flexibilizar los requisitos para organizar plebiscitos comunales vinculantes respecto de asuntos que impacten la vida cotidiana, y donde realmente se ejerza la voz y el voto, parecen caminos más idóneos para acercar la población a la toma de decisiones públicas.

Algunos defectos semejantes se perciben en la combinación de aprobar todas las leyes por mayoría simple, instalar un Congreso unicameral y eliminar el TC. A primera vista podría creerse que todo esto facilitaría el trámite legislativo, beneficiando la celeridad de los procesos políticos. Pero además de olvidarse sin demasiada elegancia la noción de pesos y contrapesos inherente al constitucionalismo contemporáneo —Atria pareciera identificar el régimen democrático con las volubles mayorías de una Cámara de Diputados—, su propuesta conduce, nuevamente, a la inestabilidad política y, por tanto, a incrementar aún más la desafección ciudadana. Dado que ni siquiera menciona el mecanismo electoral de los diputados (ya no habría Senado), las consecuencias de este elenco de modificaciones serían poco alentadoras. ¿Qué pasaría si, por un lado, desaparecen por completo los diques que favorecen acuerdos mínimamente duraderos y, por otro, se mantienen las condiciones actuales del Congreso? No es imposible pensar que un paisaje político muy fragmentado, con mayorías cambiantes según la encuesta del momento, podría hacer y deshacer sin ninguna consistencia y proyección en el tiempo. Por supuesto, hay un acuerdo bastante transversal en orden a disminuir la cantidad e intensidad de los mecanismos supramayoritarios, pero una cosa es tomarse en serio ese desafío y otra muy distinta apuntar a la consagración institucional del parlamentarismo de facto.

Las dificultades anteriores se agravan si recordamos, además, que el presidente de Fuerza Común impulsa un régimen parlamentario. Atria afirma que la “obstrucción característica del presidencialismo la forma parlamentaria lo soluciona de cuajo”, pero al decir esto omite sin pudor las dificultades recientes de varios países. Basta una revisión rápida del caso español, italiano o incluso la serie danesa Borgen, disponible en Netflix, para notar que la formación de mayorías políticas no se encuentra asegurada en el engranaje que anhela el excandidato a diputado por el PS. Este olvido no es trivial. Como ya señalamos, en teoría las formas de gobierno admiten argumentos a favor y en contra, pero aquí no se trata de un debate académico, sino de una reflexión política concreta.

En particular, convendría examinar con mayor atención la crisis que explotó en octubre de 2019, porque en este punto se revela una paradoja digna de reflexión: Atria busca que una revuelta profundamente crítica de las elites políticas (y de todo tipo) se traduzca en una inédita transferencia de poder a las cúpulas partidarias. ¿Es razonable pensar que en el Chile actual conviene sustraer del voto democrático la elección del jefe de gobierno? ¿Es pertinente seguir alejando a los ciudadanos de nuestras principales instituciones o el objetivo debiera ser, en cambio, acercarlas todo cuanto sea posible? ¿No necesitamos más bien fortalecer nuestro sistema político para que sea capaz de procesar de modo adecuado las demandas ciudadanas?

Llegados aquí, surge la mayor debilidad del enfoque institucional de Atria: se trata de una reflexión puramente abstracta, basada tal vez en los fantasmas de quienes sueñan con retomar el proyecto político de la Unidad Popular, aún cuando esto implica olvidar no sólo que los años sesenta ya se fueron, sino además la autocrítica de la renovación socialista y de intelectuales como Tomás Moulian. Guste o no, los frutos de tres décadas de vida democrática y de una acelerada modernización capitalista transformaron los anhelos y exigencias de la sociedad. El desafío de la hora presente no es superar los problemas ni reivindicar las utopías de hace 30 o 50 años, sino enfrentar la gravísima crisis política y social del Chile postransición. Nuestro país no demanda una “asamblea del pueblo”, sino respuestas eficaces ante carencias largamente postergadas. Basta recordar hace cuántos años sabemos los problemas de las pensiones, o el vacío regulatorio de más de una década sobre los seguros privados de salud que colapsa al sistema judicial, etc.

¿De dónde vendrán aquellas respuestas? De un sistema político más fuerte y cercano a la ciudadanía, capaz de alinear las mayorías parlamentarias con la presidencia de la república, probablemente la institución más arraigada en la población. Sin duda urge terminar con el conflicto entre el Ejecutivo y el Congreso, pero de una manera coherente con las inquietudes que se han revelado en el marco de la crisis (y, por cierto, con nuestra propia trayectoria histórica). Para eso, además, de una dirigencia política de mayor estatura republicana, hay varias alternativas posibles: modificar el sistema electoral, disminuir el tamaño de los distritos, postergar la elección de diputados y senadores para la segunda vuelta presidencial, establecer un umbral mínimo de votación para que los partidos accedan al Congreso, etc. La clave es terminar con la fragmentación, polarización y bloqueo del sistema, no perpetuar su estado actual.

En suma, el parlamentarismo de asamblea puede ser muy atractivo para quienes sueñan con la protesta social permanente, pero ni un símil vigorizado de la Cámara de Diputados post 18 de octubre ni las facciones eternamente movilizadas nos ayudarán a salir del marasmo en el que estamos.