Columna publicada el sábado 24 de abril de 2021 por La Tercera.

Una de los efectos interesantes de la acusación de Guy Sorman contra Michel Foucault, quien habría violado niños en un cementerio en Túnez a fines de los 60, ha sido el choque frontal entre la inquisitorial izquierda occidental actual y su libertino pasado reciente. El rostro oscuro del “prohibido prohibir”, más allá de la comprobación de la denuncia, se revela a sus herederos ideológicos.

El problema de fondo es el estatuto político del deseo. La izquierda entre los 60 y los 90 vio en la liberación del deseo el camino hacia la libertad definitiva de las personas, imaginada como plena soberanía individual. Roles, estructuras, obligaciones, todo ese aparato represivo debía ser dejado atrás. Pero este despojarse de ataduras tenia dos debilidades: una era, como señaló tempranamente Jean Baudrillard, que el mandato de gozar no se distinguía en nada del mandato de circulación y utilidad del capital. La otra es que declarar la libertad total de acción en un mundo de fuertes y débiles equivale a declarar la ley de la selva.

¿En qué se distingue, entonces, el “prohibido prohibir” del llamado “capitalismo salvaje”? La izquierda joven nota que en poco. Pero su tratamiento del problema, basado en “cancelaciones” y funas, es todavía superficial. Liberación total del deseo, pero con consentimiento, nos dicen. El límite de mi liberación subjetiva es la del otro. Tal idea es de un voluntarismo notable: se supone que sin instituciones, distancias, mediaciones, ni roles, y sometido al mandato de gozar, el individuo desatado igual deberá saber contenerse cuando corresponda. De ahí la moralización de todo y el llamado a que el Estado regule hasta las miradas. La izquierda vieja, en tanto, borró sus tuits cochinos y se “deconstruyó”, pero sin reflexión ni balance. El aliade viejo es siempre un camuflado.

¿Cuánto le tomará a la izquierda joven completar el círculo y recuperar el valor civilizatorio de estructuras intermedias y roles? ¿Cuándo volverán a pensar, por ejemplo, en la familia como fuente de algo distinto a represión y privilegio injusto? ¿Cuándo ponderarán la importancia de aquello que se hace sin espectacularidad, impersonalmente, por sentido del deber? ¿Cuándo surgirán voces en Chile como las de Jean-Claude Michéa o John Milbank?

Hoy, en nombre de la utilidad y el goce, se han borrado todas las distancias. No hay ritos de paso, se promueve una adolescencia eterna y la absoluta horizontalidad de las relaciones. Habitamos un presente total y sospechamos de toda representación. Liquidez y desparramo. Y de aquello surge sólo abuso y escándalo, porque se abandona al sujeto a sí mismo, se le dice que haga lo que quiera, y luego se le castiga por ello.

En un mundo sin verdad, deberes ni instituciones, lo único que queda es el deseo de poder, la libido dominandi denunciada por Agustín, que esclaviza a quien la padece. Cada cual trata a los demás como instrumento, y al hacerlo se convierte en uno. El profesor, el político, el sacerdote y el periodista ya no median, ya no buscan honestamente habilitar al otro, sino utilizarlo. Es una competencia por marchitarnos mutuamente. Y sus consecuencias -medítelas por un minuto, estimado lector- creo que están a la vista.