Columna publicada el martes 27 de abril de 2021 por El Líbero.

La última película de Maite Alberdi, “El agente topo”, ha vuelto a poner sobre la mesa los problemas asociados a la vejez. De hecho, el boom de la obra ha provocado que nuevamente comiencen a circular todos los datos estremecedores que nos recuerdan que los adultos mayores todavía existen. Así, las tasas de depresión, el alto número de suicidios –como el de ese matrimonio en Conchalí, que decidió matarse para no seguir siendo una carga familiar–, la soledad y el abandono, son algunas de las tragedias que han reaparecido en la discusión pública y que evidencian los múltiples asuntos pendientes con la tercera edad.

Estos problemas se vuelven aún más acuciantes si consideramos dos factores. Por un lado, nuestra crisis demográfica (según algunas proyecciones, en 20 años más Chile será uno de los 30 países con mayor vejez del mundo), y, por otro, los cambios culturales que han expulsado a los ancianos de las familias (cuyo principal ejemplo es el tamaño cada vez más reducido de las viviendas).

Ahora bien, más allá de revelar todas esas graves dificultades, “El agente topo” expone otra dimensión de la vejez que es particularmente interesante y que debiera incluirse en nuestro debate sobre los problemas que derivan de ella. Alberdi logra mostrar que la realidad de los adultos mayores es mucho más compleja de lo que solemos suponer. A pesar de que la película tiene escenas que pueden resultar realmente devastadoras, no cae en el sentimentalismo de matinal que mira a la tercera edad desde un dañino paternalismo, plagado de diminutivos, y que solo transmite lástima, pena y una supuesta empatía marcada por las ansias de rating.

Tal visión nos hace creer que la existencia de las personas mayores solo está determinada por las carencias que implica llegar a ser viejo. Es cierto que estas dificultades pueden ser muy relevantes en la cotidianidad, pero “El agente topo” logra mostrar que el mundo de la tercera edad no se reduce a la precariedad con la que solemos caracterizarlo; que la vejez no es solo carencia, y que hay cosas que pasan ahí –incluso en lugares como los hogares de ancianos, generalmente marcados por el abandono– que exceden por mucho las categorías de la pena y la lástima. De cierto modo, Alberdi nos recuerda que al final de la vida también puede haber fiesta, aniversario, risa, duelo, cariño y vínculo.

El sociólogo Pedro Morandé, en un texto reeditado por el IES en el tercer número de la revista Punto y coma, elabora una reflexión que permite iluminar este asunto, aunque referido a la forma en que nos aproximamos a la pobreza. Morandé señala que “una persona definida como carencia no es nadie, es simplemente un número, una estadística”.

El revuelo que ha generado “El agente topo” muestra que eso es justamente lo que ocurre hoy con los adultos mayores. Si la obra de Alberdi estremece es porque nos obliga a mirar de frente una extendida realidad que no queremos ver y que en muchas ocasiones reducimos tanto a un gráfico sin rostro como a un paternalismo culposo, útil solo para alivianar las conciencias.

Es fundamental, entonces, que a la hora de pensar en los problemas de la vejez y en las políticas públicas para solucionarlos tengamos en consideración esta aproximación que, desde muy distintos niveles, Alberdi y Morandé logran mostrar. No habrá salida posible a estas dificultades si es que, entre otras cosas, seguimos definiendo a los ancianos a partir de los que les falta. No olvidemos que los viejos alguna vez tuvieron nuestra edad y que si tenemos suerte en algún momento nosotros también tendremos la de ellos.