Esta entrevista fue publicada en septiembre de 2020 en la tercera edición de la revista el IES Chile, Punto y coma.

Con una mirada crítica y original, la académica del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA) de la USACH indaga en la desafección de la ciudadanía respecto de las instituciones de todo tipo. Apoyada en varios años de trabajo empírico, en esta entrevista Araujo —Directora del Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder— revisa las tensiones entre el modelo económico y las promesas de democratización, cuestiona el modo en que habitualmente se han comprendido los grupos medios, y advierte sobre los riesgos de “olvidar la cuestión del trato”. No se requiere compartir íntegramente su diagnóstico para tomarse muy en serio su invitación a “reconstituir el lazo social”.

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–En tus textos publicados luego del 18 de octubre hablas de desmesuras, desencantos, irritaciones y desapegos como claves para comprender la crisis. ¿A qué te refieres con cada uno de ellos?

Me refiero a un circuito que explica, al menos parcialmente, el momento en el que nos encontramos como sociedad. Los resultados de mis investigaciones sugieren que las desmesuras del modelo económico y social, que las personas coinciden en llamar neoliberalismo, han im

plicado grados de exigencia excesivamente altos para los individuos, hombres y mujeres, al enfrentar los desafíos ordinarios de su existencia social.

–¿Cuáles serían esos desafíos, en concreto?

Me refiero a resolver cuestiones que van desde los sacrificios para educar a sus hijos o el abismo que puede ser afrontar los problemas de salud, hasta el precio para estar a la altura de unas demandas laborales que nos dejaron sin tiempo para otras obligaciones, como las familiares, o simplemente para el placer o el bienestar personal. Una retribución salarial escasa que nos ha obligado, por ejemplo, a una pluriactividad constante. Muchos compromisos laborales, “pololos”, al mismo tiempo, que terminan por ocupar la vida de lunes a domingo, o un grado de endeudamiento grave. Una manera de organizar la vida económica y social que genera en la mayor parte de la población, excepto en un pequeño grupo muy protegido, un sentimiento de incertidumbre que es su más constante y fiel compañero.

–¿Y qué pasa con los avances generados por el “modelo”? El fenómeno es ambiguo, ¿no?

Es cierto que hubo una mejora de las condiciones de vida, y un crecimiento y enriquecimiento del país, pero esto no solo benefició de manera desmedida a unos sobre otros, sino que se cargó en gran medida sobre los hombros de los propios individuos, quienes han debido luchar por décadas denodadamente, y en relativa soledad, con apoyo especialmente de sus cercanos, para sostener la ficción de un país moderno y cada vez más cercano al desarrollo. Individuos a los que, además, se les hizo la promesa de ser sujetos de derecho, de igualdad y de mérito, en una sociedad que mantuvo de manera rígida, al mismo tiempo, su carácter verticalista, autoritaria y elitista, y en donde unos reclaman una suerte de jerarquía natural respecto a otros, y en donde rige una lógica de privilegios.

–¿Ahí asomarían el desencanto, las irritaciones y los desapegos?

El desencanto no es sino una pérdida de la creencia en la promesa, un tropiezo de la ilusión, y era una consecuencia predecible. Por su parte, la irritación es un conjunto de molestias y perturbaciones interactivas entre individuos y entre estos y las instituciones, que van desde la contrariedad hasta la rabia. Esta ha hecho su camino, y la vemos actuando transversalmente en la sociedad, y no solo en la relación entre sociedad y política. Los desapegos tienen que ver con la distancia, y la falta de carga emocional y afectiva, respecto de muchos de los principios, valores y normas que regulan la vida en común, e incluso de la propia idea de la vida en común. Esta quizá es la cuestión más preocupante. Todos estos componentes, que uno puede entender como una especie de cadena o circuito en el tiempo, actúan hoy simultáneamente, y la actuación de cada cual retroalimenta a los demás.

–¿Esos desapegos explicarían parte de la violencia desatada en octubre? ¿Cómo se vuelve a contener esa violencia?

Los desapegos son múltiples. No solo se refieren a la falta de cumplimiento por ilegitimidad de las normas. El desapego no es otro nombre para la anomia. La anomia es una tesis que hoy circula, pero que no comparto. Por supuesto, algo de eso hay, pero la tesis que he defendido hace bastante tiempo es que Chile atraviesa un momento arduo de recomposición de los principios, de las fórmulas que gobiernan las interacciones, las legitimidades y las racionalidades sociales. Y eso implica un desapego normativo también, por supuesto, porque para una parte de la población esos principios o normas han dejado de tener sentido y justificación. Pero hay diversos destinos para este desapego.

–¿Cuáles, por ejemplo?

En el 2009, uno de los modelos de sujeto que encontraba en mis investigaciones podría resumirse en algo así como “la ley soy yo”. Ya que la ley y la norma no solo no funcionaban, sino que estaban hechas para realidades que no eran la propia, entonces la ley me la daba yo mismo y la aplicaba con mis propias manos, lo que es una deriva muy compleja y preocupante. Pero no es la única modalidad. No podemos reducir nuestro problema a la violencia. Hay muchas maneras de desapegarse. Por ejemplo, la retracción o la huida.

–¿Qué quieres decir con “huida”?

En un trabajo que publiqué hace algunos años discutía un hallazgo de investigación que me pareció muy interesante: la inmensa mayoría de los entrevistados y entrevistadas declaraban que querían irse a vivir al sur (o, en los sectores de menores recursos, al campo). Seguramente tú conoces mucha gente que lo quiere también, y puede que tú seas uno de ellos… hay muchas personas que lo manifiestan, y conozco hasta alguno que realmente lo ha hecho. Puede parecer una nimiedad pero no lo es.

–¿Por qué?

Irse al sur, o al campo, no era en las entrevistas un simple sueño o incluso un plan. Aparecía como una verdadera estrategia de huida de un “sistema”, como muchos lo llamaban, que aparecía como insoportable, que los agobiaba y que era solo fuente de inquietud y hasta de contradicción moral. El “sur” aparecía como uno de los más importantes “anclajes socio-existenciales”, los que tienen la función de apegarnos a la vida social, de permitirnos soportarla, o de entregarnos los insumos materiales o emocionales necesarios para enfrentar los desafíos que se nos presentan. O sea, lo que sostenía a estas personas en sus vidas sociales era el sueño de fugarse del “sistema”. En el “sur”, ese lugar mítico, estaban colocadas las expectativas íntimas, las más importantes, de contar con tranquilidad y paz, un sinónimo de felicidad hoy para muchos en Chile. ¡Imagina el problema! Una sociedad en la que el significado de la felicidad es salir de la sociedad, en la que lo que sostiene a las personas es el sueño de fuga… El problema es mayúsculo.

–También has dicho que debemos mirar las tensiones que surgen entre las dinámicas del modelo económico y la promesa de democratización inherente al mismo modelo…

Las promesas de democratización de las relaciones sociales son y no son inherentes al modelo neoliberal. Por un lado, por supuesto, se puede admitir que la ampliación de la integración de población al mercado y sus ficciones aportó a una ilusión de igualdad, como también el acceso al consumo creó la ilusión de mayor cercanía entre los grupos sociales desde la perspectiva de los menos beneficiados… La ilusión, bien digo. Dada la rigidez de las dinámicas de las relaciones entre grupos sociales en Chile, esto contribuyó poco a las expectativas de igualdad. Lo esencial fueron las promesas de democratización que acompañaron al momento de madurez del modelo en el caso chileno.

–¿Esto sería una singularidad de nuestra situación?

No es el caso necesariamente en otros lugares, me parece. A partir de la vuelta a la democracia se expandieron nuevas promesas de ciudadanía, derecho e igualdad por parte del propio Estado. Hubo, además, un conjunto de actores políticos y sociales que aportaron a la legitimación de estas promesas. Piensa en el movimiento feminista, por ejemplo, pero también en los medios de comunicación. Los empujes a la individualización fueron un fermento importante para las expectativas de horizontalidad. Lo que podían ser ilusiones creadas por las lógicas del mercado encontraron carne en una formulación política de las promesas de democratización de las relaciones sociales.

–En tu opinión, ¿ahí está la disonancia?

Claro, nos encontramos con un modelo económico y social que promovió el crecimiento absolutamente irresponsable de las desigualdades, con una élite que no supo o quiso ceder en nada sus privilegios no solo económicos, sino de jerarquía, prestigio y privilegio social, al mismo tiempo que con una población que crecientemente iba reconstruyendo su imagen y sus expectativas a partir de las promesas de igualdad y derechos que le habían hecho. Estos nuevos lentes le permitieron identificar y denunciar con mayor legitimidad lo que vivían como abusos; con una consciencia cada vez mayor de la falta de reconocimiento de sí, de sus esfuerzos, de su trabajo.

¿Un país de clase media?

–Más allá de que uno comparta o no tu diagnóstico, en Habitar lo social, cuyo trabajo de campo comienza el año 2004, ya adviertes ese desajuste entre las promesas de igualdad y democratización, por un lado, y las experiencias en la vida ordinaria de la población, por otra. ¿Por qué la dirigencia política no leyó a tiempo el problema?

Creo que por mucho razones. Déjame darte cuatro. La primera es que el país y parte de su dirigencia se engolosinó con una imagen triunfalista, y le costó ver lo que ocurría. La segunda, porque la clase política, y esto es transversal, continuó con dos de las grandes tradiciones históricas que han caracterizado la política chilena. Por un lado, su clausura que afianza su elitismo y, por otro, la cultura del tutelaje. Grupos cerrados que se autojustifican a partir de una concepción de la población como menor de edad, y por cuyo supuesto bienestar y bien se han sentido responsables de decidir y autorizados a hacerlo. La superioridad es enemiga de la empatía, de la escucha y hasta de la simple curiosidad. Tercero, porque la política perdió la brújula y se convirtió en una especie de máquina electoral. Se interesó en lo que pasaba en la sociedad para ganar elecciones, no para entender lo que estaba aconteciendo. Cuarto, y en esto incluyo a las ciencias sociales, porque por demasiado tiempo, y aún hoy en muchos casos, ha existido la tendencia a leer la sociedad con claves políticas, y no la sociedad en claves sociales para que la política pueda responder a ella. La política preocupada por sí misma no pudo ver lo que acontecía en la sociedad hasta que le estalló en la cara… literalmente.

–Sin embargo, en tus trabajos también se reflejan dos experiencias vitales muy diferentes entre los grupos medios y los sectores populares. ¿Cuáles son las principales semejanzas y diferencias entre ellas?  

Ese libro del 2009 al que aludiste antes, Habitar lo social, tenía originalmente otro título que lo cambié casi a último momento. Se llamaba La división moral. Es lo que atraviesa en sordina ese libro. No se trata, por cierto, de la idea de un desarrollo moral diferencial entre clases, que sería redundar en una suposición clasista que justifica el tutelaje de los sectores populares. No. A lo que apuntaba el título, y lo que el libro subraya, es el hecho que la posición social que se ocupa está ligada a cierto tipo de experiencias en la vida cotidiana y estas influyen, junto con los ideales sociales, en la manera en que producimos nuestro universo moral. Es muy distinta mi experiencia si frecuento un parque como el Bicentenario y el personal de seguridad me hace sentir que está allí para cuidarme, que si voy a la plaza de mi barrio, en las zonas periféricas de Santiago, y quienes están a cargo de la seguridad me tratan permanentemente como sospechoso. Parece nimio, pero no lo es. Ese libro mostraba de qué manera esas experiencias se estaban distanciando tanto que conducían al establecimiento de verdaderos universos sociales paralelos.

–¿Cuál sería la diferencia más fundamental?

Son muchísimas las diferencias, pero creo que si tuviera que mencionar una, quizás elegiría la experiencia de ser sujeto. Para los sectores populares la experiencia más transversal era la de no ser vistos como sujetos, el sufrir un “borramiento del sujeto”, reducidos en los ojos del otro a ser el pobre, el delincuente, el flaite. La experiencia de encontrarse en una existencia en algún tipo de dimensión paralela a la hegemónica social.

De ahí el contraste con los sectores medios…

Claro, para ellos lo esencial era la experiencia de que en la vida social se exige mostrar y alardear de todo el poder que tienen a su disposición, una elaborada retórica para hacerle saber al otro rápidamente a quién tienen delante y cuántos recursos de poder éste es capaz de movilizar…..Todo ello en el marco de una vida social que es vista como una permanente confrontación de poderes. Hay una experiencia de sujeto preservada aquí, pero cuya existencia depende de los recursos de poder que se poseen y la capacidad de activarlos en el enfrentamiento con el otro. Dos experiencias muy distintas que tienen consecuencias también muy dispares en su relación con lo común.

–Ahora bien, aunque tú no trabajas directamente en estratificación social, has criticado el modo en que usualmente nos referimos a la “clase media”. ¿Por qué?  

Es cierto, yo no trabajo en estratificación social, pero me vi enfrentada a esta problemática cuando empecé a investigar sistemáticamente para analizar lo que acontecía en los diferentes sectores sociales. Me di cuenta que los criterios establecidos para definir a los sectores medios no calzaba con el registro compartido de experiencias que yo encontraba, las que, como planteé, son esenciales para entender lo que es común a una posición social. Se había puesto en un solo saco, a partir de ciertos indicadores especialmente económicos, a grupos con experiencias y autorepresentaciones muy, muy diversas.

–¿Cuál sería el problema, específicamente?

Se infló la clase media con grupos de enorme vulnerabilidad, posiciones sociales extremadamente frágiles, y autorepresentaciones con enormes distancias con el otro extremo, el superior, de lo que se llamaba clase media. A mi juicio, estas formas de clasificación obedecieron también al interés político por refrendar el crecimiento, la bonanza y el éxito de la región, no solo de Chile. Quizá daba tranquilidad, y expresaba en algo la mejora de condiciones reales que ocurrieron en el período, pero veló realidades. Por otro lado, algo que aconteció es que se confundió la autoadscripción, siempre sospechosa porque depende de las ofertas sociales de identificación, con la autonarración.

–¿Y eso podría cambiar hacia el futuro?

Es muy interesante cómo hoy, luego del 18 de octubre, y en este momento de politización y debates, algunos resultados de encuesta muestran formas de autoadscripción distintas. Un crecimiento de la autoadscripción como pobres. Por eso he sido crítica con esta inflación de la clase media, y he trabajado desde ya los años 2000 con la noción de sectores populares, que incluye una parte de lo que los estudios de estratificación han solido considerar medios. En este sentido, estoy más cerca de lo que han mostrado desde hace ya un tiempo los trabajos sobre estratificación social de Emmanuelle Barozet y Vicente Espinoza, quienes defienden que la clase media correspondería solamente a un 30% de la población.

–¿Cómo se inserta tu estudio del Metro en este contexto? En tu trabajo de campo asoma como metáfora de la experiencia de vida de los santiaguinos. Y octubre explotó justo ahí…

El metro es una metáfora de la modernización de Chile desde hace mucho tiempo. Ya en 2004 aparecía como un hito urbano que revelaba las contradicciones de la sociedad. Recuerdo a un entrevistado que refería la experiencia de bajar de un metro moderno y limpio, y luego caminar por las calles de su barrio en donde debía cruzarse no solo con la precariedad de las construcciones, sino con sus amigos de infancia tirados en la calle por las drogas. Más de una década después esto se había agudizado. En una investigación que hicimos sobre las interacciones en las calles en Santiago encontramos que ya no era solo el contraste lo que subyacía a su función de metáfora, sino que era la experiencia misma en el Metro la que se había constituido como una de las más importantes metáforas de la vida social.

–¿Cuál sería, en concreto, esa metáfora?

Las personas iban en vagones de primera categoría, pero hacinados; en ardua competencia por un pequeño espacio; librados a la ley del más fuerte; en disputa por la ruptura de las normas tradicionales, que hacían claros los derechos de precedencia, por ejemplo respecto a quién le toca el asiento y cuándo. Agobiados, pagando por ello un porcentaje altísimo de sus ingresos mensuales en muchos casos. Por supuesto, la fuerza de la metáfora no es azarosa y se conjuga con razones estructurales. En ciudades tan grandes como Santiago, con polos residenciales y laborales tan alejados, el transporte es un aspecto central en la vida diaria, y en los presupuestos de las familias.

Individuos, igualdad de trato y vínculo social

–Pese a la dureza de la vida, al ser “pasado a llevar” en tus términos, también has dicho que hoy los individuos se sienten más fuertes, y que este es un factor clave tras la crisis de octubre. ¿Por qué?  

En un trabajo publicado el 2012 (Desafíos Comunes), con Danilo Martuccelli discutimos la presencia de un tipo de individuación en Chile: los individuos se veían forzados a producirse como híperactores (relacionales, pero dejo esto fuera por ahora). Las transformaciones acontecidas particularmente en las esferas económica y laboral, así como en los cambios de régimen en las protecciones y servicios sociales, trajeron una elevada exigencia de híperactuación para cada individuo. Ellas exigieron el desarrollo de la iniciativa personal y el despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Estas experiencias terminaron produciendo la emergencia de individuos con una imagen fortalecida de sí, y con una confianza aumentada en sus propias capacidades y agencia. Este factor está en la base tanto de la distancia con las instituciones como de la pérdida del temor, dos aspectos claramente visibles en los acontecimientos que se inician en octubre.

–Leyendo tus textos, es imposible no recordar lo que sugiere el PNUD en Desiguales: la idea de “igualdad en dignidad se pone a prueba, se concreta, mucho más en la igualdad de trato que en la igualdad de ingresos, la cual […] se tolera significativamente más”. ¿Coincides en ese diagnóstico?

No podría estar en desacuerdo, porque es algo que he discutido yo misma a partir de lo que denominé desigualdades interaccionales. Un tipo de desigualdad vivida en las interacciones con los otros y las instituciones, y que se expresa en el trato recibido. Yo trabajé muy de cerca con el equipo que realizó Desiguales, y ese diálogo fue una gran experiencia. Es un excelente trabajo. Fue muy interesante para mí ver cómo ese hallazgo, que venía de estudios cualitativos, se confirmaba al ser puesto a prueba en diseños cuantitativos de gran escala. Ahora bien, me parece que hoy la legitimidad de las demandas económicas ha crecido, pero hay un riesgo muy grande en olvidar la cuestión del trato, la manera en que las lógicas sociales se expresan en las interacciones.

–¿Por qué existe ese riesgo?

Es muy importante no olvidarlo, pero tenemos un gran riesgo de que ocurra porque éste es un punto muy difícil de abordar. Esta dimensión de las interacciones en las relaciones sociales normalmente no ha tenido las cartas de nobleza de la cuestión económica o de las políticas públicas para constituirse en interés de los políticos, y se suele pensar que es un tema accesorio. Pero también es difícil de abordar porque esas conductas o prácticas en las interacciones están inscritas y automatizadas en nosotros. Por ejemplo, hablar golpeado para mostrar autoridad, o usar gestos o expresiones de tutelaje ante personas de sectores socioeconómicos menos beneficiados. Somos normalmente ciegos a ellas. Pero es esencial abordar este proceso. Es un zócalo principal del cambio, la verdad.

–¿Y cómo crees tú, desde tus trabajos, que es posible reconstituir los vínculos comunitarios? Desde otras disciplinas y aproximaciones, autores como Gonzalo Vial advirtieron tempranamente ese déficit, indicando la disolución familiar como una causa muy relevante de nuestros problemas.

Voy a empezar por el final. En lo que he estudiado, la familia se revela, probablemente, como la institución más importante en la actualidad. Debido a la retracción de las protecciones sociales, y en contra de lo que podría esperarse de una sociedad más individualizada y más modernizada en sus concepciones relacionales, se ha mantenido como el soporte más movilizado por las personas. Un auténtico refugio. Aunque, es cierto, es un espacio ambivalente. Fuente de apoyo y seguridad, es al mismo tiempo fuente de altísimas exigencias estatutarias, que entran en tensión con las expectativas de autonomía, sobre todo de los más jóvenes. Ahora bien, esta familia hoy es mucho más diversa, existen muchos tipos de familia, disueltas y recompuestas, monoparentales, etc., pero lo esencial es que eso no modifica ni entorpece su rol de soporte y apoyo. Como lo muestran algunas investigaciones, por ejemplo, el rol de las abuelas en los sectores populares es vital, pues en muchos casos el dinero recibido gracias al pilar solidario contribuye a sostener las economías familiares de las generaciones más jóvenes.

–¿Hay, entonces, un problema con la falta de apoyo a las familias?

Sí, como sociedad estamos apoyando muy poco a las familias en su rol de crianza y cuidado de los niños. Les hacemos pagar “caro” su decisión de tener niños, les damos poco apoyo para enfrentar la tarea de crianza, por ejemplo, en la medida en que como sociedad no enfrentamos de manera seria la cuestión de las formas admisibles de ejercer la autoridad. Pero, ese es otro tema. Volviendo al punto de tu pregunta anterior, sí, creo que se puede y se debe reconstituir el lazo social, y eso significa una reconfiguración profunda de lo que nos parece una aceptable vida en común.

–Y ahí surge la relevancia de la comunidad…

No hablo de vínculos comunitarios, porque creo que allí hay un compromiso con la idea de comunidad con la que me parece más complicado estar de acuerdo. No sé si se puede hablar de un retorno a la comunidad (tiendo a creer que tampoco es deseable), como lo han propuesto muchos y desde muchas sensibilidades. Ésta es una sociedad que está fuertemente individualizada, especialmente los más jóvenes, y yo creo que en eso no hay marcha atrás. El desafío, por eso, me parece más bien cómo hacer posible una responsabilidad compartida por aquel mínimo común de acuerdos que nos permitan la vida en conjunto. Este camino es de largo plazo, porque nunca es rápida la recomposición de los principios y fórmulas que ordenan la convivencia social. Tampoco será resultado de la pura voluntad de algunos individuos o grupos. Son procesos complejos debido a nuestras interdependencias. Es un trabajo arduo, largo y necesariamente conflictivo, porque es profundamente político, pero sobre todo, es inevitable.