Columna publicada el sábado 10 de abril de 2021 por La Tercera.

El poder político en Chile se encuentra en un mínimo de legitimidad histórica. Ya casi nadie le cree a la clase política. Nuestra democracia, entonces, está en el suelo. Sus formas siguen operativas, pero nadie se va a meter en problemas por defenderlas. Treinta años después del fin de una dictadura, otro ciclo democrático termina en el suelo.

La mecánica de nuestra situación ya la conocemos. Desde Grecia y Roma es lo mismo. La unidad política decae, la violencia y el crimen aumentan, la oligarquía se aísla. No hay lealtad respecto al orden establecido. La clase gobernante debe, entonces, comprarla.

Mientras el gobierno de Piñera parece esforzarse por lograr hacer de corazón, tripas, la degradación clientelista de la política avanza. La estrategia de Pamela Jiles es básicamente comprar votos, primero con los ahorros previsionales de cada uno y, luego, con dinero fiscal (para “devolver” esos ahorros). Ella, así, es una empresaria del voto. Y sus colegas, incluyendo a la derecha, no pueden ofertar menos. Cuando la política democrática está muerta, le sobrevive la subasta.

Sin ahorros previsionales, la pregunta es a qué le echarán mano después los políticos para financiar sus operaciones de transacción electoral. La anticandidatura de Paula Narváez ya propone: #ImpuestoALosSuperRicos y #RoyaltyMinero. Y la preocupación no es por la eficacia técnica de las medidas, sino por su eficacia política: “recuerde que yo doy”. Otra potencial fuente de recursos son las Fuerzas Armadas, pero para esquilmarlas habría que debilitarlas más (Argentina es un caso exitoso, razón por la que hoy no pueden defenderse del saqueo de la pesca ilegal).

Cuando ya no queden vacas lecheras, el truco siguiente es ofrecer dinero, pero devaluado. Expropiación por vía inflacionaria. Para ello es clave destruir la autonomía del Banco Central (Atria y Ruiz ya revuelven excusas). Los emperadores romanos adulteraban la cantidad de plata en sus monedas. Los líderes modernos imprimen billetes. Y si agarran la impresora sin contrapeso, pueden imprimir hasta que sirvan para calefacción, a la Weimar o Caracas.

Cuando los precios se ajustan y la trampa queda al descubierto, se culpa a los productores por “acaparar” (no vender a pérdida) y las áreas “estratégicas” son intervenidas. Para ese momento las clases altas ya operan todo en dólares hace rato, y viven, cuando no están afuera, en un país paralelo a punta de mercado negro (que comparten con la nueva oligarquía fiscal). Se rematan las materias primas a potencias extranjeras. El Estado pasa a ser el gran empleador, que paga en fichas y exige lealtad o corta el suministro de bienes básicos. Ahí viene el miedo. El orden se estabiliza. Los pobres se callan.

¿Es este el futuro de Chile? ¿La nueva Constitución nos hundirá o alejará del peligro? ¿Vivirá la clase media chilena, a mediano plazo, lo que le tocó vivir a la venezolana? ¿Estarán en 15 años los hijos de octubre, cartón universitario en mano, agradecidos de repartir comida en otro país, donde todavía se pueda comprar víveres con la moneda local? ¿Será la terrible pobreza mezclada con estado de excepción que hoy nos impone la pandemia un ingrediente estructural del Chile de mañana?