Columna publicada el miércoles 21 de abril de 2021 por CNN Chile.

“El Estado no produce nada. Para que nos dé todo, primero debe quitarnos todo”. Esa frase, escrita por Gerardo Varela en su última columna en El Mercurio, refleja una concepción reduccionista (aunque no por ello menos extendida en parte de la derecha) acerca del aparato estatal. A fin de cuentas, el Estado y su sistema tributario no serían otra cosa que “un poder superior [que] les está quitando compulsivamente el fruto de su esfuerzo y su trabajo”. Poco más que una banda de ladrones con ínfulas de Robin Hood, pero caídos a la corrupción. Todo esto está dicho en el contexto de un discutible proyecto de cobrar impuestos al patrimonio de los más ricos. A pesar de ser una mala forma de recaudar —por algo la medida ha sido desechada en diez de los trece países de la OCDE que la han implementado—, la iniciativa amerita una crítica más aguda y precisa de sus detractores. En rigor, se hace indispensable una reflexión acerca de qué tipo de Estado queremos construir a futuro, y la derecha no está exenta de esa tarea.

A pesar de las múltiples aristas que se le pueden criticar al desempeño de nuestro Estado, parece haber en Varela puro rechazo a todo lo que huela a estatismo, a aparataje público, a aquello que es de todos y, por tanto, de nadie, que tiende a la corruptela, a la flojera, al mangoneo, al robo bajo cuerda, todo con un disfraz de funcionario público a quien no le interesa más que resguardar su espacio de poder y su sueldo asegurado a fin de mes. La crítica, sin embargo, omite que la derecha no ha sido capaz de gobernar la máquina ni de llevar adelante una real reforma del Estado. Muchas de las deudas del aparato público son de larga data, y la actual administración adolece igualmente de funcionarios apernados en distintas reparticiones (ministros que pasan a ser directores de empresas públicas, funcionarios de escaso rendimiento que son reposicionados en otros cargos, etc.). Al no ser el compadrazgo un patrimonio exclusivo de la izquierda, cabría esperar una autocrítica más aguda de quien fue miembro del primer gabinete del actual gobierno.

No cabe duda de que la crítica de Varela posee algo muy atendible: el Estado, con todos sus recursos, no ha estado a la altura de sus responsabilidades. Las deudas en múltiples frentes —primera infancia, seguridad y salud, entre otros— son manifestaciones evidentes de sus problemas. Sin embargo, parece subyacer en el exministro de educación un antiguo anhelo de ciertos sectores: hacer del aparato estatal no algo más eficiente o dinámico, sino simplemente algo más chico. Pero, ¿acaso alguien duda de que en distintas reparticiones se necesitan más funcionarios y mejores capacidades, sin ser simplemente un problema de tamaño? En ese contexto, los desafíos que enfrentamos no se solucionarán con una falsa dicotomía de “más mercado” o “más Estado”, donde el crecimiento de uno excluya al otro en el ordenamiento social, sino con un equilibrio más complejo entre los distintos factores en juego. Todo indica que necesitamos un mejor Estado: esto no es sinónimo de un aparato estatal más grande o chico, sino uno más fuerte, que pueda cumplir de manera más satisfactoria las tareas que le hemos encomendado, con instituciones más creíbles y eficaces.

Cuando la crítica al Estado y a sus funcionarios se hace al voleo, hay una contradicción evidente: ¿no es acaso un mejor Estado, más fuerte y eficiente, lo que se pide cuando la derecha exige un mejor combate contra el narcotráfico o cuando pide mano dura contra la delincuencia? ¿O es que hay quien piense que para enfrentar a las bandas organizadas, mejorar la calidad de la educación o solucionar nuestros problemas habitacionales bastan los mecanismos de mercado?

El debate constitucional en el que estamos inmersos será una oportunidad inédita para reflexionar qué queremos hacer con nuestro aparato estatal. Así como se necesitarán 2/3 de acuerdo entre los constituyentes para establecer los distintos elementos de la nueva Carta Fundamental, es necesario que se llegue a la convención con un espíritu más colaborativo, con disposición a encontrar mayorías y sin afanes refundacionales. Por eso son tan nocivas las ideas como las defendidas recientemente por Fernando Atria o Marcos Barraza de eliminar el cuórum ya establecido: con ello solo se augura un mal final para el proceso. En ese sentido, se vuelve necesario examinar críticamente los sesgos desde los cuales las distintas coaliciones políticas han abordado los debates públicos en las últimas décadas: la izquierda deberá aceptar una participación activa de las instituciones de la sociedad civil, incluso de aquellas con idearios robustos, como la Universidad Católica, sin intentar quitarles fondos ni ahogar su participación en las distintas esferas de la vida social. ¿O acaso la contribución de la UC a la campaña de vacunación no es un ejemplo virtuoso de dicha colaboración (aquí una lúcida columna al respecto de Claudio Alvarado)?

Al mismo tiempo, la derecha deberá ser capaz de ver que un verdadero subsidio a quienes tienen menos recursos exige una mayor universalización de las ayudas, pues hay una enorme clase media que termina siendo muy pobre para el mercado, pero muy rica para el Estado, y queda precarizada en ese doble olvido. Sin una acción decidida por parte del Estado, que apoye y facilite las condiciones en que las familias y las asociaciones puedan cumplir las labores que les son propias, es imposible que la sociedad civil se haga robusta.

Pero, así como discutiremos acerca de las posibilidades de modernizar y reformar el Estado, también hay que tener conciencia de sus límites: el Estado no puede satisfacer los distintos desafíos por sí solo; necesita de un mercado ágil y creciente, que aporte con buenos trabajos y con impuestos; necesita de instituciones de la sociedad civil —universidades, iglesias, fundaciones, clubes, familias— que aporten sentido de comunidad y pertenencia; necesita, a fin de cuentas, de que las distintas esferas de la vida social interactúen y aporten a la vitalidad de lo común. Todos esos desafíos necesitan de una clase política más constructiva, ánimo escaso durante los últimos años, pero imprescindible para abordar lo que se viene.