Columna publicada el domingo 21 de marzo por El Mercurio.

“Yo creo que sí”, respondió el diputado Jorge Brito, de Revolución Democrática, cuando le preguntaron esta semana si creía que Mauricio Hernández Norambuena —el Comandante Ramiro— es un preso político. Con esa respuesta, el parlamentario volvió a abrir una delicada pregunta que la izquierda —o parte de ella— nunca ha logrado resolver del todo: ¿Cuál es el estatuto de la violencia en política? ¿En qué medida cabe aceptarla o, al menos, intentar justificarla de modo oblicuo? La pregunta puede parecer excesiva, pero, al regalarle la chapa de preso político a un terrorista condenado por secuestro y homicidio por tribunales de distintos países, Brito me obliga a formularla en esos términos. Después de todo, Hernández Norambuena forma parte de ese Frente cuya actividad no cesó después de la derrota de Pinochet, muy por el contrario. Guste o no, Brito asevera que tanto el asesinato de Jaime Guzmán como el secuestro de Cristián Edwards, y luego su larga carrera delictual en Brasil, formaron parte de algún tipo de disputa política. Es cierto que el diputado dice no compartir sus acciones, mas no es capaz de vencer la tentación de llamarlo preso político, y asignarle el prestigio asociado al concepto.

Así, el militante RD nacido en 1990 remite a la histórica ambigüedad que cierta izquierda ha mantenido respecto de la violencia. En efecto, a muchos de sus dirigentes les cuesta una enormidad romper el cordón umbilical con ese pasado al que rodean de épica. Supongo que basta recordar el papel que sigue jugando la figura del Che Guevara en su panteón. Como botón de muestra, Guillermo Teillier justificó hace no tanto tiempo el secuestro de niños en dictadura (“son cosas complicadas”, arguyó, en un extraño ejercicio de negacionismo moral). El mismo Gabriel Boric, hoy candidato presidencial, dijo en una ocasión que es necesario defender el legado del Frente, y visitó luego al prófugo Palma Salamanca en París. Pero ¿de qué legado hablaba? ¿Secuestros, asesinatos, ajusticiamiento de traidores internos sin entrega de cuerpos? ¿Cuál sería el legado del Frente? ¿La consecuencia de la lucha llevada hasta el asesinato y el secuestro? ¿El delito común?

No se trata de condenar livianamente a Boric que es, probablemente, el político más talentoso de su generación. Se trata más bien de comprender las causas de un extravío persistente en la historia de su sector; y que, mientras dure, le impedirá proyectarse seriamente hacia el futuro. Más tarde o más temprano, será necesario enfrentar estos fantasmas. De hecho, su ejemplo revela bien que las nuevas generaciones siguen atrapadas en la misma trampa que sus primogénitos, y de allí la incapacidad del Frente Amplio para condenar sin dobleces el vandalismo del último año y medio. De seguro, Boric percibe bien las dificultades involucradas en su posición y, sin embargo, se ha visto arrastrado varias veces en esa dinámica. Hay allí una retórica que ejerce una seducción virtualmente irresistible. La pregunta cobra especial relevancia en un momento en que el FA está a punto de ser cooptado y absorbido por el Partido Comunista. En ese contexto, ¿están preparados los más jóvenes para tomar alguna distancia de ese discurso? ¿Estarán en condiciones de pagar los costos de romper con quienes siguen justificando crímenes, momento ineludible si aspiran a convertirse en una fuerza con auténtica vocación de mayoría democrática? ¿Gabriel Boric y su mundo tendrán el coraje de renovar la reflexión de esa izquierda que nunca ha terminado de ajustar sus cuentas con la violencia?

Me parece que uno de los orígenes de esta ambigüedad reside en una equivocada valoración de la consecuencia, virtud que alcanzaría su máxima expresión al poner en riesgo la propia vida. Así, quienes han luchado por las causas correctas exponiendo su integridad serían dignos de elogio, al menos en un sentido. Por cierto, hay algo verdadero acá: no cualquiera llega tan lejos en nombre de sus convicciones. No obstante, y como todo en la vida humana, esa disposición puede pervertirse y corromperse. Albert Camus identificó mejor que nadie el equívoco (y eso le valió la excomunión por parte de Sartre y la izquierda de la época): la acción política no está exenta de límites morales. No es cierto que en la guerra todo valga. Es más, cuando se violan esos límites —cuando se secuestran niños y adultos, o se asesina a sangre fría a personas indefensas— la lucha misma se desvirtúa, pierde su valor y se transforma en otra cosa. Por eso, no resulta extraño que Hernández Norambuena haya terminado como un criminal de poca monta. De algún modo, es la consecuencia natural del primer desvarío, de la primera concesión. Para decirlo claramente, no hay ningún heroísmo en arriesgar la vida cometiendo actos de esa naturaleza. Si esto es plausible, ni Palma Salamanca ni Hernández Norambuena merecen una pizca de admiración. No cabe tampoco contentarse con tomar distancia de las “acciones” de Hernández Norambuena —como torpemente esboza Brito—, porque los medios siempre informan los fines. Mientras la nueva izquierda no comprenda que el Frente pervirtió su propia causa, y que terroristas como Ramiro no están presos por haber defendido ideas, seguirá capturada en los dilemas del siglo XX. O, para decirlo de otro modo, seguirá prefiriendo la ceguera de Sartre a la lucidez de Camus.