Columna publicada el martes 2 de marzo de 2021 por La Tercera.

“Malos diagnósticos conllevan pésimas políticas”, me dijo hace una semana Pedro Cayuqueo en un intercambio de puntos de vista sobre la situación en la Araucanía. Se refería al gobierno tratando de reducir lo que está pasando en la zona a un mero problema de orden público, de “’mafias de madera’, ‘narcos’ y agentes extranjeros”. Y yo estoy totalmente de acuerdo con él: si no hay honestidad y claridad respecto a lo que tenemos al frente, es imposible avanzar. Actuar con responsabilidad moral exige cierta claridad respecto al escenario en que se está actuando. “La historia nos ayuda a entender el conflicto actual”, remataba Cayuqueo. Y así es: es imposible separar la situación presente de la historia de la instalación violenta del Estado chileno en la Araucanía, que concluyó recién hace no todavía cien años. La historia que él ha estudiado, reconstruido y publicitado a través de sus libros, que admiro y recomiendo, y que por muchos años permaneció lejos de la opinión pública. La misma cuya profunda injusticia hasta el historiador conservador Gonzalo Vial llamó en su momento a reconocer y no acallar.

Este deber de politizar e historizar el conflicto es incómodo para el Estado, pues le obliga a recordar que está tratando con víctimas de sus propias acciones. Pero creo que, a estas alturas, también es incómodo para quienes apoyamos la reparación al pueblo mapuche, porque nos enfrenta a preguntas difíciles de responder: ¿Qué se hace con el violentismo organizado que hay en la zona? ¿Qué es, si no es simplemente violencia “narco”, como se ha puesto de moda decir? ¿Es acaso violencia política mapuche? ¿Pueden algunas de las víctimas, en algún punto, volverse victimarios? ¿Es el etnonacionalismo mapuche, que reivindican muchos de estos grupos, una ideología extrema? ¿Si uno apoya el deber de reparación respecto al pueblo mapuche, debe hacer la vista gorda frente a estos fenómenos? ¿Cuál es el nombre correcto de lo que tenemos, en este caso, al frente? La historia del violentismo presente es también parte de la historia del conflicto mapuche. Y no puede haber justicia si no hay verdad en este ámbito.

Responder con honestidad intelectual y moral estas preguntas se ve dificultado por las potenciales consecuencias políticas que esas respuestas pueden tener. Como ocurre con todos los temas en Chile, esto ya se procesó como un problema de izquierda y derecha, y las palabras se repartieron entre los bandos. Reconocer que hay terrorismo en la Araucanía equivale, en la mente de buena parte de la derecha, a una necesidad evidente de desplegar fuerzas militares para enfrentarlo. Y condenar la violencia en la Araucanía es, en la imaginación de casi toda la izquierda, “criminalizar al pueblo mapuche”. El “diálogo”, al que todos apelan, se vuelve entonces simplemente manipulativo. Propaganda. Lo contrario a observar, escuchar y evaluar.

El histórico racismo chileno alienta esta imposibilidad comunicacional. Racismo que, a nivel de la discusión pública, adquiere dos formas: la del odio/temor/negación del indígena y la del amor paternalista por él, concebido como “buen salvaje”. Esos dos extremos aparecen mezclados en los discursos de la izquierda y la derecha.  Por ejemplo, se dice que hay terrorismo, pero no es mapuche, porque los mapuches son buenos y pacíficos. O se dice que hay actos violentos cometidos por mapuches, pero que no son juzgables moralmente, porque ellos son víctimas de su historia, la que los absuelve de responsabilidad moral por sus acciones.

El resultado de todo esto es una ambigüedad absoluta respecto al violentismo, que sigue creciendo en gravedad y volumen día a día, y que ya exhibe homicidios e incendios de escuelas, iglesias y viviendas particulares, así como extorsión de productores rurales aledaños a ciertas comunidades. Ambigüedad que incluye, lamentablemente, al propio Cayuqueo –que frente a cada hecho de violencia extrema contra no mapuches nos recuerda la violenta historia de la pacificación de la Araucanía, como si una justificara la otra- y a muchos otros intelectuales mapuches, y que justamente impide llamar las cosas por su nombre e intentar avanzar desde ahí.

¿Cómo desatar este nudo ciego?

Lo primero es reconocer el despojo del pueblo mapuche por parte del Estado chileno. Si ese hecho sigue siendo negado mañosamente, no se puede avanzar. Esto implica efectivamente reconocer que hay, también, un deber de reparación no satisfecho. Es decir, que hay víctimas esperando justicia.

Lo segundo es reconocer que las víctimas no son sagradas. El hecho de haber sufrido un daño no nos hace mejores personas. Al contrario, como señalaba Platón, el mal corrompe a víctimas y victimarios, pero más a los victimarios. Por eso nuestro sistema penal reserva al Estado la facultad de juzgar y castigar a los victimarios: la víctima, salvo casos excepcionales, lo que desea es venganza. Y la venganza no es justicia, sino una mera inversión de roles mediante la cual la víctima se convierte en victimario. En otras palabras: los mapuches, por ser víctimas en cierto plano, siguen siendo moralmente responsables por sus actos. No son moralmente niños.

Lo tercero es reconocer que la falta de justicia engendra efectivamente violencia. Las víctimas tienden a buscar retribución por sus propias manos. Luego, es urgente tomar medidas más decididas en la reparación y reconocimiento del pueblo mapuche si se desea disminuir la violencia en la zona. Esto abre una enorme arista, que es la que ha sido sistemáticamente esquivada por el debate público chileno: ¿Quién debe ser reparado? ¿Cómo? La respuesta es mucho menos obvia de lo que parece: sin ir más lejos, se han invertido en los últimos 15 años más de mil millones de dólares en “recuperar” tierras, y la violencia va sólo en aumento.

Finalmente, es necesario distinguir entre tipos de violencia. Mucha de ella puede ser oportunista y delictiva (gente que se cuelga del conflicto para buscar una ganancia, grupos –mapuches o no- que aprovechan el desorden para exotorsionar o robar). Otra puede ser política, dirigida a objetivos económicos o estatales, como en el caso de los incendios a maquinaria forestal, galpones u objetivos policiales (esta es la reivindicada normalmente por la CAM). Y existe también la violencia terrorista, que es un tipo de violencia política: los delitos graves (como homicidios, secuestros e incendios) cometidos con el objeto de causar temor justificado en un grupo de la población y forzar decisiones de la autoridad política.

La violencia terrorista, en general, es motivada por una ideología extrema que justifica el atentar contra la vida y la propiedad de inocentes. Esa ideología, en el caso mapuche, es el etnonacionalismo, que en su versión radical, como la reivindicada por el grupo Weichan Auka Mapu (WAM), escindido de la Coordinadora Arauco Malleco, considera “enemigo a cualquier no mapuche que viva en el territorio ancestral”. Es decir, una respuesta racista a la agresión racista cometida por el Estado de Chile hace cien años (que, extrañanamente, no ha merecido condena alguna por los muchos intelectuales cosmopolitas que ven “fascismo” detrás de toda forma de nacionalismo) .

En la Araucanía hay, entonces, delitos graves cometidos por organizaciones movidas por una ideología extrema en contra personas en razón de características formales –ser propietarios no mapuches o trabajadores en zonas reclamadas como “propiedad ancestral” por comunidades mapuches- que hacen a cualquiera en dicha situación temer razonablemente por la integridad de su propiedad y de su persona. Muchos de esos actos, además, se usan para presionar a la autoridad para que adquiera ciertas tierras y las transfiera a dichas comunidades. Otros, como el incendio de templos evangélicos y católicos, buscan la expulsión del territorio de ciertos credos religiosos. Luego, hay, entre muchas otras cosas, terrorismo. Y que ese terrorismo sea mapuche no significa que los mapuches, ni la mayoría de ellos, sean terroristas. Así como hablar de “terrorismo vasco” o “terrorismo islámico” nunca supuso una acusación por el estilo contra vascos e islamistas. El objetivo de esta distinción no es estigmatizar al pueblo mapuche, sino justamente identificar y aislar grupos e ideologías extremas.

No es necesario, por otro lado, que haya terrorismo de gran escala para que haya terrorismo, así como la existencia de terrorismo no justifica sin más el uso de fuerza militar (mucho menos bajo condiciones donde parece más probable hacerle daño a inocentes –incentivando la radicalización y haciéndole un favor a los grupos extremistas- que a miembros de bandas que no son guerrillas,  no controlan directamente territorios, no cuentan con bases de operación y se congregan y disgregan rápida y fácilmente para realizar sus ataques y luego mimetizarse con el entorno).

Esta conclusión genera cierta incomodidad y rechazo tanto en la izquierda como en la derecha. Las razones de ese rechazo, por lo que he podido indagar, tienen que ver no con el hecho mismo, sino con las consecuencias políticas que ambos bandos imaginan que pueden seguirse del hecho. La derecha autoritaria piensa que reconocer un trasfondo etnopolítico a algunos actos terroristas pone en riesgo la legitimidad de una respuesta armada de alto calibre, siendo más conveniente para justifica esa acción la imagen de estar combatiendo al crimen organizado –narco- ladrones de madera. Es decir, a un enemigo despolitizado. En el caso de la izquierda, se piensa que reconocer la existencia de un terorrismo con trasfondo etnopolítico podría terminar justificando una respuesta armada de alto calibre en contra del pueblo mapuche en su conjunto, poniendo en riesgo a la mayoría mapuche que no comulga con dichas acciones terroristas. Ambos bandos, así, prefieren seguir jugando en un espacio ambiguo e indefinido sus cartas, moviéndolas a partir de una supuesta sacralidad del pueblo mapuche en su conjunto debido a su posición de víctima que haría a todos y a cada uno de sus miembros incapaces de cometer actos deleznables (la derecha planteando que quienes cometen actos deleznables por definición no serían mapuches, y la izquierda relativizando actos deleznables si son cometidos por mapuches).

Dicha ambigüedad es la misma que muchos actores relevantes del mundo mapuche han mantenido sistemáticamente frente a hechos de violencia extrema. Por ejemplo, una de las grandes cruzadas de Pedro Cayuqueo, como ya señalé, ha sido negar que haya o pueda haber terrorismo en la Araucanía realizado por grupos mapuches, pero, al mismo tiempo, señalar frente a cada uno de estos actos que hay un trasfondo histórico relevante que no se puede eliminar del contexto para intentar explicarlos. Es decir, tratarlos como hechos políticos para lo que le conviene, pero despolitizarlos para lo que no.

Esta indefinición manipulativa me parece en extremo dañina para el debate público. Sin verdad no habrá justicia en la Araucanía. Pero esa verdad no sólo debe cubrir la brutal historia de ocupación de la Araucanía por el Estado de Chile, sino también el violentismo de los últimos años realizado en nombre de la causa mapuche. Hay un sentido en que todos los habitantes de la zona son víctimas de la violencia racista del pasado que volvió inestable el estatuto de la propiedad y configuró una situación de alta tensión social. Ya no queda, eso sí, ningún ser humano víctima ni victimario directo de aquellos hechos. Luego, la reparación no puede seguir caminos obvios, y el diálogo honesto que se necesita para construirlo no puede partir de puras relaciones manipulativas e interesadas. De la inmoralidad no va a salir nada mejor de lo que ya hay.

Mi llamado, entonces, es a la responsabilidad moral. A llamar las cosas por su nombre y tomar una posición clara respecto a ellas, en vez de seguir traficando ambigüedades y medias tintas según parezca convenir. Los medios que se consideran legítimos para un fin terminan configurando ese fin, que no es más que un momento que se busca alcanzar en el despliegue de los medios.

Yo, por mi parte, considero que es un deber chileno reparar el territorio violentado e integrar con claridad la tradición y la simbología mapuche al acervo nacional. Llevamos siglos haciéndole violencia a una parte de nosotros mismos. Pero también creo que esa reparación e integración son imposibilitadas por la ideología etnonacionalista mapuche y los actos violentistas y terroristas justificados por ella. Me parece que la única manera de detener la espiral sin fin de víctimas y victimarios es ponerse de acuerdo en que ciertos actos nunca están bien, sean cometidos por quien sean cometidos. Y ese consenso básico se me aparece como la mejor base para comenzar a construir por vías terapéuticas –como los parlamentos- un futuro reparado para la Araucanía y para todas sus víctimas y habitantes, mapuches y no mapuches.