Columna publicada el sábado 20 de marzo de 2021 por La Tercera.

Jaime Guzmán fue uno de los últimos defensores de la pena de muerte en Chile. Sin embargo, su defensa no se sostenía en pretender que la justicia imitara el deseo de venganza de las víctimas, sino en una preocupación por el alma de los victimarios. Hay crímenes tan horrendos, aseguraba, que es imposible para quien los ha cometido reconocer su responsabilidad sin luego desear morir. Todos los instintos vitales del criminal luchan contra ello, y sólo la certeza absoluta de la propia muerte despeja el camino para el arrepentimiento y la redención. Ejecutarlos sería, entonces, rehabilitarlos.

Hoy podemos rechazar esta idea por el riesgo que supone depositar en la falible justicia humana una decisión tan tremenda como quitar la vida. Y también en el daño injusto que sufren los verdugos (es fácil decir “deberían matarlo”, pero otra cosa es matar). Sin embargo, el problema de la corrupción radical del alma de ciertos criminales -que algunos preferirán llamar “conciencia”- sobrevive dicha crítica.

El mejor ejemplo son los propios asesinos de Guzmán. Personajes absurdos de unos cincuenta años, que han pasado la mayor parte de sus vidas intentando justificar el nihilismo juvenil (“vencer o morir”) que los convirtió en asesinos. Mirando en retrospectiva, es razonable pensar que muchos de ellos habrían preferido morir a sobrevivir para una existencia tullida, criminal y miserable. Sus apariciones mediáticas -aunque los imbunchistas intenten valorizarlas- son más una advertencia para la juventud radical de hoy que otra cosa. La forma fantasiosa en que se presentan, la irrealidad de sus juicios o la infantil pretensión amnésica, confirman que ciertos actos tremendos llevan a quien los comete a la evasión perpetua de su propio ser. A una alienación peor que la muerte (un tema de “Magnolia”de Anderson).

El broche final de esta tragedia es que Guzmán experimentó su asesinato, cuya posibilidad contemplaba desde la época universitaria, como martirio y expiación. Hay quienes afirman que su participación en la dictadura nunca le generó dudas morales. Yo creo que esa idea es falsa, y que disminuye su figura. Ya que el líder gremialista intercedió por algunos, como Osvaldo Andrade, sabía lo que pasaba. Se repugnaban mutuamente con Manuel Contreras, pero eran leales al mismo régimen. Y mantuvo siempre peligrosas dudas respecto al estatuto diabólico no sólo del comunismo, sino de los comunistas. Portador de una conciencia moral exigente y actor principal en un mundo violento y terrible, es imposible que las tensiones y contradicciones entre la ciudadanía temporal y la eterna no hicieran a Guzmán temer por su alma. Ese temor, de hecho, lo distingue ampliamente de sus enemigos.

Por eso, creo, hace sentido que deseara una vida monacal una vez encarrilada la transición. También que se ofreciera a rechazar, como senador, el indulto a terroristas, sabiendo que le podía costar la vida. Herido de muerte, auto en marcha, debe haber saldado cuentas con su conciencia y con Dios. Tal como Primo de Rivera, su modelo juvenil, se afirma que murió tranquilo. Más joven, a estas alturas, que los degradados y patéticos pistoleros que llevan treinta años tratando de no mirarse al espejo.