Carta publicada el lunes 15 de marzo de 2021 por El Mercurio.

Señor Director:

En su carta de ayer, el presbítero Francisco Romo y el diácono Martín Echeverría ilustran claramente cuán arbitraria era la prohibición absoluta del culto religioso en fase dos. En su parroquia, Santa María del Sur, en Pudahuel, no se podía celebrar la misa ni siquiera con un puñado de feligreses; sin embargo, en su calidad de centro de vacunación, acuden al templo cientos de personas todos los días. El absurdo era elocuente.

Ayer el Gobierno rectificó parcialmente la medida, pero insiste en establecer un criterio a priori: máximo 10 asistentes en sitio cerrado y 20 en templo abierto. Lo lógico sería limitar el culto religioso a cierto número de personas en función del espacio físico disponible. Así, por ejemplo, lo resolvió el Consejo de Estado en Francia, argumentando que lo contrario “constituye una injerencia grave y manifiestamente ilegal en relación con la libertad de culto” (resolución del 27 de noviembre de 2020).

No se trata de reclamar privilegios injustificados, sino simplemente de solicitar un trato equitativo. ¿Por qué no hay un número máximo fijado ex ante para los centros comerciales, y sí lo hay para las iglesias? ¿Por qué las actividades económicas y recreativas operan en fase dos bajo determinadas condiciones, y el culto, en cambio, se restringe sin atender a ellas?

Ese tipo de preguntas debiera importar no solo a los creyentes, sino que a todos los ciudadanos comprometidos con la erradicación de la arbitrariedad. Si la sociedad civil no alza la voz, el aparato estatal suele perseverar en esta clase de injusticias, incluso cuando los gobiernos dicen apoyar las libertades de culto y de asociación. Todos somos perjudicados con la discriminación arbitraria.