Columna publicada el domingo 7 de marzo de 2021 por El Mercurio.

A pocas semanas de los comicios de abril, el Gobierno ha decidido impulsar una reforma que autorizaría para realizar esas elecciones en dos días consecutivos. El motivo invocado es evitar las eventuales aglomeraciones que producirá una jornada particularmente compleja. En efecto, se trata de cuatro elecciones distintas —dos de ellas, la de gobernadores regionales y la de convencionales constituyentes, inéditas en nuestra historia—, con sus respectivas papeletas y pléyade de listas y candidatos. A primera vista, la idea suena sensata, pues permitiría votar con calma y reducir las posibilidades de contagio. Sin embargo, la propuesta también adolece de dificultades severas que urge tener a la vista.

Por de pronto está la cuestión de los plazos: pese a que toda la información estaba disponible desde hace meses, no es demasiado serio introducir cambios tan significativos a semanas de la elección. Con todo, el problema más profundo tiene que ver con lo siguiente: la legitimidad de la que gozan las elecciones chilenas tiene varias causas, pero quizás la más importante consiste en que se trata de un proceso disponible a la vista de todos. La votación y el escrutinio posterior no tienen intersticios de oscuridad; es panóptico. Se trata de un patrimonio invaluable que no solo nos brinda resultados en la misma noche, sino que, además, esos resultados son respetados por todas las partes. Nunca, en 30 años de democracia, ha habido un manto de dudas sobre nuestras elecciones.

Por el contrario, efectuar comicios en dos días, sin conteo de votos en la primera jornada, obliga a resguardar miles de urnas durante toda la noche. Esto implica riesgos muy elevados, sobre todo considerando el ambiente de sospecha que se ha instalado en nuestro país. Baste recordar el papel que jugó en el clima político la denuncia —que después se revelaría falsa— de la existencia de un centro de torturas en el metro Baquedano. En estos tiempos, cualquier acusación, por infundada que sea, puede ensuciar y dañar un proceso caracterizado por la limpieza. Quienes no estén contentos con los resultados, por ejemplo, siempre podrán recurrir a esa sospecha para argüir que el proceso tuvo vicios y “rodear” luego la Convención —si no “rodearon” antes los locales de votación la noche del 11—. Tampoco parece conveniente delegar en las Fuerzas Armadas la responsabilidad no solo de asegurar el orden durante el día, sino también de guardar luego miles de urnas. ¿Quién se hará cargo si hay desórdenes? ¿Podrán los militares repeler con la fuerza eventuales ataques nocturnos? Dicho de otro modo, realizar la elección en dos días implica poner en peligro uno de los escasos activos que tiene nuestro sistema político: la legitimidad electoral.

No se trata, por supuesto, de negar los problemas objetivos de las elecciones de abril. Pero el desafío pasa precisamente por resolverlos sin afectar el elemento central que permite que los comicios cumplan su función más elemental. Podría haberse pensado, por mencionar un ejemplo, en doblar el número de mesas, aumentar los locales y ampliar los horarios de votación. En último término, y aunque también tiene dificultades importantes, podrían haberse separado las distintas elecciones, de modo de contar los votos de cada una de ellas al final del día. No obstante, al empecinarse en impulsar los dos días, sin considerar salidas alternativas, el Gobierno no sopesó bien las amenazas involucradas. Algunas de ellas, además, lo afectan directamente. Recordemos que el 12 de noviembre de 2019, el Ejecutivo entregó buena parte de su protagonismo político al marginarse de la discusión constitucional. Por lo mismo, su aporte —a falta de ser actor principal— es ser garante de un proceso cuya dinámica no le pertenece. Su gran responsabilidad consiste, entonces, en resguardar la legitimidad y la estabilidad institucional. Sin embargo, el Gobierno vuelve a cometer el mismo error que tan caro le ha costado en otras ocasiones: no comprende ni tiene herramientas para percibir las cuestiones de legitimidad política, que no remiten al lenguaje técnico. La transparencia electoral podría convertirse así en la última víctima del piñerismo —la lista final será larga.

Todo esto cobra especial relevancia en el momento político que vive el país. Se ha dicho, no sin razón, que la elección de convencionales es la más importante que Chile ha tenido en décadas. De algún modo, encarna tanto el cierre de un ciclo como la apertura de uno nuevo. En ese contexto, no tiene mayor sentido darse el lujo de exponer, precisamente en la elección más decisiva en décadas, la entera credibilidad del sistema electoral. ¿Cómo zanjaremos nuestras profundas diferencias si perdemos dicha cualidad? ¿Cómo organizar una democracia si se diluye el capital de confianza electoral que pacientemente hemos construido a lo largo de los años?

Aunque parece haber sido motivada por razones más bien espurias, el rechazo de la Cámara de Diputados a la iniciativa del Ejecutivo abre una luz de esperanza: la comisión mixta podrá formular estas preguntas, considerar todas las aristas del caso e idear alternativas distintas. Después de todo, la clase política está arriesgando sus propias condiciones de posibilidad al jugar a la ruleta rusa con el sistema electoral.