Columna publicada el martes 30 de marzo de 2021 por El Líbero.

Según un catastro publicado hace unos días por Techo-Chile y Fundación Vivienda, más de 81.000 familias viven actualmente en campamentos. En comparación con las cifras del año 2019, es un aumento de casi un 74%. Aparte de graficar el deterioro de nuestro país desde el estallido social hasta la fecha, estos datos ponen sobre la mesa una serie de problemas urgentes de resolver. Uno de ellos tiene que ver con la masiva llegada de extranjeros a nuestro país: del total de familias viviendo en campamentos, un 30% está compuesta por inmigrantes.

A pesar de las evidentes dificultades que genera esa realidad, un estudio publicado la semana pasada por el COES muestra que entre las élites y la ciudadanía hay percepciones muy distintas respecto del fenómeno migratorio. Por ejemplo, para la mayoría de los ciudadanos, que los inmigrantes manejen bien el idioma castellano parece ser un criterio importante para decidir si se les debe admitir o no. Para las élites, en cambio, no es un asunto de tanta relevancia. Esto puede deberse no solo a que las clases dirigentes manejan distintos idiomas, sino también al hecho de que, al no convivir diariamente con inmigrantes, no es tan importante encontrar cuestiones comunes con ellos. Algo similar ocurre cuando se pregunta si es que provenir de un país con tradiciones y costumbres parecidas a las nuestras debe ser un criterio determinante para decidir el ingreso de los extranjeros.

Estas diferencias permiten explicar, en parte, que la discusión sobre el fenómeno migratorio muy pocas veces se centre en las condiciones de vida de los extranjeros, en su integración o en las capacidades de nuestro país para acogerlos. De hecho, ni siquiera a los acérrimos defensores de la inmigración parecieran preocuparles mucho estas dificultades, que se acentúan en un contexto pandémico de nuevas cepas y alzas dramáticas de contagios. Ciertos sectores de la izquierda, por ejemplo, atrapados en sus discursos identitarios, promueven un derecho humano a inmigrar que, paradójicamente, no resuelve ningún otro problema más que el cruce de la frontera. ¿De qué sirve que los extranjeros tengan un derecho a circular entre Estados si su vida es igual de precaria en el país al que migran? ¿Acaso no se dan cuenta que al defender la inmigración sin considerar los contextos del país de acogida el daño a los extranjeros puede ser irreparable?

Que estas preguntas se mantengan sin respuesta, a pesar de la masiva entrada de inmigrantes de los últimos años, refleja una desconexión brutal con la realidad de ciertas élites. Un ejemplo que grafica muy bien esto es la actitud de algunos senadores de la izquierda durante la discusión del proyecto de ley sobre migración: en medio de la pandemia, y con el desempleo subiendo a cifras realmente preocupantes, Juan Ignacio Latorre e Isabel Allende propusieron una indicación que buscaba instaurar una visa que permitía a los inmigrantes entrar a Chile nada más que a buscar trabajo. Puede que las intenciones hayan sido muy nobles, pero creer que medidas de este tipo no generan múltiples problemas –sobre todo en el contexto actual– es de una ingenuidad preocupante.

Esto muestra, entre otras cosas, que es muy sencillo defender la inmigración –o moralizar el debate, tildando a otros de xenófobos y racistas– si no se experimenta ninguna de las tensiones que provoca el fenómeno en temas como el trabajo, la educación, la salud o la vivienda. No se trata de justificar a priori el rechazo al extranjero, por el contrario, es tener en consideración las dificultades que genera su llegada para que la integración a nuestra sociedad sea lo menos problemática posible.

Aunque suene obvio, el primer paso para resolver las dificultades de la inmigración es reconocer su existencia. Seguir creyendo que el fenómeno se reduce a un asunto de voluntad política –donde los que defienden la apertura de fronteras son los buenos y los que plantean reparos son los malos– no cambiará las condiciones de vida de los extranjeros ni tampoco las de los chilenos que se relacionan con ellos. Así, las 25.000 familias de inmigrantes que viven en campamentos seguirán aumentando, invisibles y escondidas, mientras el mundo biempensante repite para sus adentros “todos somos migrantes”, emocionándose hasta las lágrimas de su propia bondad.