Columna publicada el sábado 13 de marzo de 2021 por La Tercera.

La necesidad de retirar y reparar la estatua del general Baquedano -que también es la tumba de un soldado desconocido- no representa simplemente, como señaló el gobierno, un triunfo de la caterva de idiotas que ha convertido su ataque en pasatiempo. Hay, claro, un fracaso del Estado, pero la barbarie muerde siempre que puede, y viaja ligera (aunque mitoriadores como Grez y Salazar quieran mistificarla). Lo distintivo de esta situación es la ausencia de mínimos comunes entre los llamados a defender la ciudad temporal. La crisis social y política que vivimos es también identitaria y moral. Para la mayoría de los chilenos, sobre todo los más jóvenes, no resulta claro quiénes somos ni qué obligaciones tenemos con las generaciones presentes, pasadas y futuras. Los lazos que nos unen, así como los símbolos que los representan, se encuentran en suspenso. De ahí la falta de carácter para ponerle límites al violentismo a lo largo de todo el territorio.

La estatua de Plaza Italia es un artefacto simbólico de gran potencia. La presencia de general y soldado representan la unidad de oficialidad y tropa y, a través de ella, la unidad nacional más allá de las divisiones de clase. La historia de Baquedano, general del pueblo, cruzando a caballo a la Chimba a compartir con sus camaradas refuerza ese mensaje, el de una gloria nacional forjada y compartida por todos. Dicha idea tiene que haber tenido tracción en 1931, cuando el conjunto fue completado (estatua en 1928, soldado en 1931), ya que eran miles los veteranos de la Guerra del Pacífico que seguían vivos. Y muchos de ellos deben haber conocido personalmente al general.

Sin embargo, 1931 no es un año tranquilo. Las turbulencias civiles y militares de esa década y la anterior son épicas. Y la estabilidad no llegará sino años después. La intención de la estatua no es celebrar la feliz unidad existente, sino invitar a una futura. Ella expresa un anhelo. Es un intento por movilizar una historia que todavía está a mano para apelar a vínculos de solidaridad entre los chilenos que se encontraban degradados. Y la necesidad de ese ejercicio simbólico justificó mover a una esquina la estatua que Italia regaló para el centenario, cuyo nombre quedó, eso sí, adherido al espacio.

Así, tal vez la estatua de Baquedano carga un mensaje para el presente. Construir nación no es un tema simplemente de política pública. Es un oficio simbólico también. Y movilizar símbolos puede exigir, entre otras cosas, reemplazar estatuas, cambiar rostros en el dinero, y modificar emblemas. Nada de esto puede hacerse a la rápida, por supuesto, o perdería eficacia simbólica. Pero es un error pretender congelar las formas en que representamos lo común, lo mínimo común que hoy tanto necesitamos.

De esto no se sigue dar por retirada la estatua ecuestre. Pero sí la necesidad de una política simbólica más viva que la actual. Está claro que corren tiempos difíciles, que ponen en suspenso el vínculo social, alimentan una desconfianza ciega y avivan la delincuencia. El camino a sanar esta condición es largo. Y la única manera de prefigurar la unidad pacífica que hoy no existe es a través de la búsqueda de signos compartidos, para comenzar a conversar.