Carta publicada el domingo 21 de marzo de 2021 por La Tercera.

A pesar de que la estatua de Baquedano ya fue retirada; que se instaló una barrera insólita en su reemplazo; y a pesar de los inmensos despliegues policiales en la zona; el problema del orden público y la violencia están lejos de desaparecer. Lamentablemente, todavía falta demarcar una línea inequívoca entre aquellas formas de protesta permitidas y prohibidas, aunque el escenario material no sea el mismo.

La violencia desnuda las frágiles costuras de nuestro orden social. En ella reconocemos nuestras debilidades y carencias. Por esto es importante abordarla como un fenómeno central en la discusión sobre la nueva institucionalidad. No es trivial: en la capacidad de controlar las manifestaciones violentas se juega también la fortaleza del Estado y la eficacia del derecho.

Podemos distinguir tres áreas en las que se debe avanzar. Primero, la relegitimación de la policía, lo cual incluye mecanismos de rendición de cuentas financieras y operativas, a la vez que asegurar el uso proporcional de la fuerza. Segundo, un acuerdo político que permita sostener una agenda adecuada de control de orden público, y una preocupación central por el resguardo de los DD.HH. Tercero, reconocer que ninguna agenda será eficaz si no atendemos al problema de fondo: el nihilismo que expresan las protestas surgidas en octubre; la incapacidad de compartir normas, valores e instituciones que sustenten nuestra vida social. La liquidez de nuestras estructuras y la falta de una red de solidaridad intergeneracional -horizontes compartidos, a fin de cuentas- son factores tanto o más relevantes que los indispensables ajustes operativos para el despliegue de la política.

Todo esto es importante para recuperar la paz y permitir la sanación de nuestra sociedad. Por profundos que sean nuestros desacuerdos, tenemos el deber de confrontarnos por medios cuyo resultado no sea simplemente la ruina común.