Columna publicada el viernes 12 de marzo de 2021 por The Clinic.

Poco a poco se apagan las llamas que envolvían la estatua de Manuel Baquedano y la tumba del Soldado desconocido. La tortura semanal al monumento es, probablemente, el único ritual que une a la feligresía de los viernes vacíos en Plaza Italia. Hace pocos minutos algunos celebraban alegres la intentona de destrucción antes de arrancar de carabineros tan desorientados como ellos. Los manifestantes no tienen cara; más bien, se hunden en el anonimato sin banderas de una revolución en nombre de nadie ni de nada. Cae la noche en el tierral que intentan renombrar, paradójicamente, “Dignidad”.

No hay profetas, fe ni una consigna que defender; ni un ideal desde el cual romper todo, como nos dijera la diputada de RD, Catalina Pérez. No es la única que ha construido esta “deificación idolátrica de la violencia popular”, como la define Lucy Oporto en su lúcido texto Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias. Deificación muy propia de quienes no arriesgan hoy el pellejo en la calle, que pontifican desde la cómoda tribuna epistolar o el púlpito universitario, como Gabriel Salazar o Sergio Grez, que justifican esta violencia capucha por reivindicaciones históricas difusas.

¿Qué aparece cada viernes en Plaza Baquedano? Se ha dicho con cierta insistencia que sería anomia. No se trata de su significado literal –ausencia de normas– sino más bien del desajuste entre las normas, los fines y los medios socialmente aceptados. Esa pregunta por el sentido, acallada y muchas veces escondida, aparece en forma de monstruo, destruyendo todo lo que encuentre, sin importar que sea público o privado, a quién afecta, ni si deja a oscuras el sistema de semáforos del centro o destruye el pequeño comercio. Encuentra su satisfacción en el puro acto destructivo, aunque no sea por ninguna causa o demanda. Es el nihilismo que horada todo, en forma de desafección de los marcos compartidos. Es la sociedad incapaz de comunicar sentido, que se manifiesta en una violencia tan brutal como autorreferente. Sumado al imbunchismo chilensis, que intenta botar todo aquello que pudiera sobresalir o brotar, se transforma en una patología social de primera importancia, y que impide construir cualquier proyecto común y duradero.

Dada la magnitud de la crisis, no basta con una agenda fundada en “ponerse los pantalones”. Tampoco ayuda infantilizar a los lumpenfeligreses, perdonando ex ante su acción persistentemente destructiva. La violencia, cuando se vuelve patológica, termina por mancharlo todo, por romperlo todo, ya no como metáfora, sino en forma dolorosamente real; de ahí que la ambigüedad frente a ella sea tan peligrosa.

Frente a un gobierno desorientado, la oposición ha preferido soslayar la gravedad de los hechos. Tarde o temprano, serán ellos quienes deban enfrentar el fracaso de la fuerza, esa que no nos gusta, pero que los Estados no pueden renunciar a ocupar excepcionalmente. Veo con suma preocupación esto de cara al proceso constituyente que viene. Es vital construir un consenso, demarcar una frontera que aclare qué formas de protesta son aceptables y cuáles no. Esa línea es la que permite nada menos que el despliegue de las democracias. Ese acuerdo va a necesitar una altura de miras, una generosidad inexistente en el Chile actual, para generar el acuerdo que requiere el uso de la fuerza. Algo así como un nuevo 15 de noviembre, en el cual todos perdieron algo, pero ganaron una salida institucional para conducir la crisis más importante desde la vuelta a la democracia. En ese tipo de acciones, tan vilipendiadas por ciertos extremos, reside la clave para darle viabilidad a los importantes desafíos que siguen hacia adelante.

Por mientras, cae la noche en Santiago. Chile no despertó. Nada nuevo nacerá de allí, solo la reproducción de una violencia que se vuelve tan inútil como rutinaria. Cada semana pareciera que subimos un peldaño en la escala de la gravedad, mientras la violencia ya se vuelve parte de nuestra rutina. Y el viento barre las cenizas bajo la estatua de Baquedano.