Columna publicada el viernes 26 de marzo de 2021 por CNN Chile.

La semana pasada, la prensa difundió la creación de un equipo del gobierno a cargo de la construcción del legado del presidente Sebastián Piñera. El objetivo sería poner en marcha una serie de proyectos –que van desde registros audiovisuales hasta una posible autobiografía– que destaquen los momentos altos de su segunda administración. El origen de la iniciativa estaría en el mismo Piñera quien, muy en su estilo, ya proyectaría la imagen que quedará de su nuevo paso por La Moneda.

Como era de esperar, la noticia se convirtió rápidamente en motivo de indignación y burla en las redes sociales, y con cierta razón. Con una emergencia sanitaria en curso, diversas manifestaciones de violencia y una crisis social y económica galopantes, sorprende –por la ingenuidad u obsesión– la aparente prioridad del presidente. Sorpresa que aumenta si consideramos que, en los innumerables desastres y dificultades ocurridas durante su gobierno, ha estado lejos de ser un actor pasivo. Aunque muchos de los problemas que enfrentamos exceden el papel de La Moneda, pocos podrán negar que la figura presidencial ha jugado un papel protagónico en el derrotero del oficialismo y en los distintos conflictos ocurridos durante su período. Por eso, a primera vista, parece algo absurdo el ejercicio, fruto quizá de un voluntarismo con poco sentido de realidad, y del empeño incansable del presidente por buscar posicionarse como ganador. Porque, ¿de qué tareas realmente exitosas podría jactarse el mandatario? Fuera del proceso de vacunación masiva (materia de gestión, más que de conducción política), el resto del panorama no es muy alentador.

Ahora bien, existe un camino por el cual la idea de pensar el legado del gobierno (más que del presidente en solitario) podría ser un ejercicio valioso e incluso más, indispensable. Este consiste en desarrollar un proceso de autocrítica tan fundamental como inexistente por parte de un mandato presidencial que, en su proyecto inicial, indudablemente fracasó. Pero llevar a cabo un ejercicio así exige una humildad que no es claro que exista en el horizonte de acción del piñerismo, usualmente más interesado en enumerar logros aislados, que en analizar con distancia crítica el propio desempeño. Lo dramático es que sólo esto último puede rendir frutos, que fecunden un poco el seco desierto que deja Piñera tras de sí.

Sin pretender agotar las dimensiones que esa autocrítica debiera incorporar, un papel fundamental debiera ocuparlo la revisión (y abandono) de las categorías con que el presidente y su entorno han leído típicamente a la sociedad chilena. Aunque la evidencia más patente de los problemas de tales categorías tuvo lugar en el estallido de octubre, estos dieron señales desde mucho antes. Y la primera fue, indudablemente, el triunfalismo posterior a las elecciones presidenciales, donde el contundente éxito de Piñera en el balotaje obnubiló a los ganadores, creyendo que los resultados reforzaban completamente sus propias hipótesis. La interpretación dominante fue que la sociedad no quería ninguna de las transformaciones ofrecidas por Bachelet II (ni por nadie), sustentadas en el diagnóstico de que el malestar era, finalmente, inexistente. La gente simplemente quería más progreso, más crecimiento, más extensión de beneficios. Y así, cualquier esbozo de reformas, tan necesarias para los problemas que enfrentaba el país en áreas prioritarias, perdieron todo protagonismo. Fue así, y esta quizás sea una de las consecuencias más evidentes del triunfalismo descrito, que rápidamente se relegaron a un segundo o tercer plano ejes programáticos fundamentales en el programa inicial de Piñera: una clase media protegida y la opción preferente por los grupos más vulnerables de la sociedad. Lo que parecía una apuesta valiosa de la candidatura para hacerse cargo del descontento social, fue olvidado ante un resultado electoral que cambió el eje (¡antes siquiera de empezar a gobernar!) hacia una derecha sin complejos. Pero la autocomplacencia es mala consejera, y esta lectura chocó rápida y violentamente con la realidad.

El choque fue, como sabemos, brutal. No sólo por la sorpresa con que irrumpió el estallido del 18 de octubre de 2019 (y que embargó a toda la clase política), sino por la actitud extendida de un gobierno cuyos líderes, sólo unos pocos días antes, bromeaban con las alarmantes señales de un malestar profundo y generalizado. La liviandad de las declaraciones por el alza del metro (o la experiencia en los centros de salud) no desencadenaron la crisis. Sin embargo, sí ilustraron, dramáticamente, la desorientación de un Ejecutivo que después sólo parece dar manotazos de ahogado que, de cuando en cuando, encuentran un salvavidas al cual arrimarse. En el fondo, la desorientación había partido mucho antes, sólo que ahí en octubre terminó de manifestarse, con las consecuencias que conocemos.

¿Qué lectura tiene entonces hoy, a más de un año del estallido, el presidente y su entorno del Chile actual? ¿Cómo evalúa su propio desempeño en los días previos y posteriores a la quema de las estaciones del metro? ¿Qué piensa de la violencia y cómo cree que puede controlarse con una fuerza pública que hace aguas? ¿Qué conclusiones, más que logros, ha sacado el presidente en todo este tiempo, que sirvan de herencia para quienes lo sucedan? ¿Podrá ofrecer una nueva interpretación dialogante, y no un listado de hitos que podrían ser fácilmente refutados por los mismos hechos? Caben aquí, sin duda, muchas otras preguntas relevantes. Lo que me interesa es ejemplificar la naturaleza del esfuerzo que tendría más sentido emprender respecto de la construcción del propio legado. Porque por lo demás, bien vale recordar que un legado no se construye –no debiera ser necesario, al menos– sino que se recoge, a partir de las evidentes señales y signos que quedan detrás de cada buena acción emprendida. Y cuando ellas son difíciles de encontrar, siempre queda el esfuerzo comprensivo, la elaboración de un juicio que, ya sea de un éxito o de un fracaso, será igualmente valioso y revelador. Sólo así podrá dejar algo significativo para quienes tengan que continuar la obra de conducir –reconducir– al país.

Al difundirse la noticia del equipo a cargo del legado de Piñera, se informó también que no había aún acuerdo en cómo abordar el estallido. Tal vez en esa incógnita tienen una pista del punto de arranque para el trabajo que deben emprender. Porque un legado requiere un relato que vincule los distintos logros concretos, que los explique y les de un sentido; si no ofrece esa interpretación, serán meras palabras vacías, material para nuevas burlas en la plaza pública de twitter. Y así, la imagen del presidente seguirá siendo la de quien visita a un restorán de Santiago oriente, mientras el país comenzaba a arder.