Columna publicada el sábado 27 de febrero de 2021 por La Tercera.

El terrorismo, de acuerdo a nuestra ley, y en armonía con el derecho internacional, consiste en la comisión de delitos graves con el fin de “producir en la población o, en una parte de ella, el temor justificado de ser víctima de delitos de la misma especie, sea por la naturaleza y efectos de los medios empleados, sea por la evidencia de que obedece a un plan premeditado de atentar contra una categoría o grupo determinado de personas, sea porque se cometa para arrancar o inhibir resoluciones de la autoridad o imponerle exigencias”. Entre esos delitos graves se cuentan homicidios, lesiones e incendios.

Siguiendo dicha definición, el violentismo mapuche que viene produciéndose en cada vez más sectores de la Araucanía es, a todas luces, terrorismo. Esto, porque los delitos graves cometidos por grupos etnonacionalistas se han dirigido contra propietarios y trabajadores por el sólo hecho de vivir en sectores reivindicados como “propiedad ancestral”. Luego, cualquier persona que habite o trabaje en ciertos espacios rurales puede tener el temor fundado de volverse víctima de estas acciones, cuyo objetivo es aterrorizarlas y forzar al gobierno a ceder dichos terrenos a comunidades mapuches.

Estos grupos terroristas son mapuches porque sus miembros se identifican como tales y por su ideario etnonacionalista orientado a expulsar a quienes no son parte de dicha etnia de la zona que reivindican. De esto no debe seguirse que todos los mapuches sean terroristas o algo por el estilo. El racismo chileno siempre ha sido parte del problema.

El poder de fuego de estos grupos ha ido creciendo, pero sigue siendo limitado. No son una guerrilla. No tienen bases ni controlan directamente territorios. Son bandas coordinadas en secreto para realizar atentados y luego seguir con sus actividades normales, utilizando a su favor el carácter cerrado de las comunidades indígenas y la históricamente justificada falta de lealtad de sus miembros en relación al Estado chileno. También utilizan la amenaza para reducir al silencio a potenciales informantes. Esto hace muy difícil identificarlos y enfrentarlos.

Lo dicho claramente desaconseja un despliegue militar. Sería un tremendo favor comunicacional a estas bandas, que lo explotarían para victimizarse nacional e internacionalmente y humillar a nuestras Fuerzas Armadas. Es probable, por ejemplo, que usen mujeres y niños en actos de provocación. Jamás van a enfrentar a un ejército profesional, pero pueden causarle un fuerte daño reputacional, sin que haya logro alguno.

Es importante, por ahora, reforzar la capacidad de respuesta de las policías en la zona, así como la protección perimetral de potenciales objetivos. Pero igual de importante es construir una condena transversal tanto al terrorismo mapuche como a su ideología racista. Este no es un tema de izquierdas y derechas. Tampoco de apoyar o no la causa mapuche. Aquí están en juego los principios más básicos de la convivencia democrática: el etnonacionalista nos dice que una agresión está bien o mal dependiendo de la identidad étnica de la víctima. Si no hay un rechazo común a este postulado -que incluya a intelectuales y líderes mapuches- estaremos en las puertas del infierno.