Columna publicada el martes 2 de febrero de 2021 por El Líbero.

Muchos miembros de nuestra izquierda sueñan con convertir a Chile en un Estado de Bienestar al estilo nórdico. Tenemos que ser como Finlandia, aseguran algunos; imitemos tal o cual propuesta de Noruega y Suecia, dicen otros. Sin embargo, ese entusiasmo inicial suele quedarse en propuestas inconexas y declaraciones de buenas intenciones que no conducen a nada concreto.

Esto se explica, en parte, por la enorme complejidad que implica pensar un Estado que combine prestaciones sociales universales con un alto nivel de desarrollo. Para ello no solo se requiere una maquinaria estatal extraordinariamente eficiente y eficaz –muy superior a la nuestra–, sino también una enorme disposición de la ciudadanía a contribuir con muchos más impuestos para financiar beneficios sociales que cubran a toda la población. Pero chilenos con ese nivel de compromiso con el bienestar de los más necesitados no aparecerán de un día para otro, menos si los mismos que hacen gárgaras con Dinamarca y Suecia justificaron durante todo el año pasado los retiros de fondos de pensiones exentos de impuestos con argumentos dignos de los más tozudos libertarios.

Lo anterior muestra que construir un Estado de Bienestar conlleva hacerse cargo de muchas cosas que nadie ha pensado muy en serio. De hecho, estos regímenes han tenido que enfrentar ciertos desafíos que la oposición chilena lleva décadas evadiendo. Uno de ellos es la inestabilidad familiar. En algunos Estados de Bienestar, este fenómeno ha provocado un aumento en la cantidad de familias con un solo ingreso, lo que, a la larga, ha generado pobreza y mayor dependencia de ciertos grupos a los subsidios del Estado. Sin embargo, cuando en Chile se habla de la inestabilidad familiar –que se grafica en niños que nacen fuera del matrimonio, en el aumento de los divorcios, o en las dificultades de los padres para pasar tiempo con sus hijos–, buena parte de nuestra izquierda asegura que este tema solo es relevante para un mundo conservador que se niega a aceptar el progreso y la emancipación.

Algo similar ocurre con los problemas derivados del envejecimiento, que han complicado a varios Estados de Bienestar. Estos modelos tan admirados pueden volverse inviables si las personas en edad de trabajar disminuyen y los jubilados aumentan dramáticamente. Una alternativa para paliar esta dificultad es aumentar la edad de jubilación, pero en Chile nadie está dispuesto a asumir los costos de una propuesta de este tipo (que, además, debería ir acompañada de otras que hagan más llevadera la vida laboral). Esto se vincula también con el desprecio constante de ciertos sectores de la izquierda por las políticas a favor de la natalidad, que suelen ser vistas como una defensa a ultranza de las estructuras familiares tradicionales.

Otro aspecto que en los últimos años ha sido preponderante para algunos Estados de Bienestar son las iniciativas relativas a la infancia. El sociólogo danés Gøsta Esping-Andersen, por ejemplo, ha insistido en la importancia de una política preescolar de acceso universal y de alta calidad, pues ella produce inversión en un doble sentido. Por un lado, permite emplear a una mayor cantidad de madres, generando, entre otras cosas, más ingresos fiscales; y, por otro, mejora sustantivamente el capital humano. Sin embargo, la misma izquierda que en nuestro país se obnubila con los países nórdicos, durante la última década ha puesto todas sus fichas en la educación universitaria, sin darle relevancia alguna a las agendas sobre infancia.

Para construir un Estado de Bienestar, entonces, no basta con escribir derechos sociales en una nueva Constitución. Tampoco es suficiente con los discursos vacíos que nos invitan a ser como Dinamarca, Noruega o Suecia. Si la izquierda quiere embarcarse en un proyecto de este tipo debe tener en consideración todas las dificultades y desafíos que implica, pues su actual silencio –y su dedicación casi exclusiva a preparar las elecciones que vienen– solo provoca dudas e incertidumbre. Para que el progresismo criollo pueda acercarse a estos modelos le hace falta una reflexión mucho más exigente de la que hemos visto hasta ahora. De lo contrario, sus consignas solo aumentarán la frustración de una ciudadanía cansada de recetas mágicas.