Columna publicada el domingo 7 de febrero de 2021 por El Mercurio.

El masivo ingreso de inmigrantes venezolanos en el norte del país obliga a formular, nuevamente, una pregunta incómoda: ¿cómo enfrentar la presión que ejercen quienes buscan entrar de modo irregular a Chile? El caso de Colchane es especialmente revelador, porque allí hemos visto lo que ocurre efectivamente en fronteras porosas cuando el flujo es mayor a las capacidades de la zona. Así, unas mil ochocientas personas están en un poblado que cuenta solo con mil quinientas, y que no tiene infraestructura para recibirlas (no hay farmacias, ni luz, ni alcantarillado). Las casas de los lugareños han sido literalmente invadidas, con frecuencia saqueadas, y el Estado chileno simplemente observa. Los aimaras tendrán un escaño reservado en la Constitución, pero no podemos cuidar sus viviendas.

En muchos sentidos, se trata de una situación trágica. Miles de personas desesperadas, dispuestas a viajar miles de kilómetros, dan cuenta de que Venezuela vive un drama de dimensiones colosales. Pero, al mismo tiempo, hay algo extraño en un Estado que no es capaz de brindar una mínima protección a los ciudadanos que viven en sectores limítrofes. Por de pronto, hay una cuestión geopolítica, que no por olvidada es menos importante: los habitantes de lugares aislados merecen atención especial. Nuestro centralismo endémico nos impide percibir que una adecuada articulación entre territorio y población es un elemento indispensable de cualquier política de Estado. En ese plano, hemos fallado gravemente durante décadas. La dificultad estriba precisamente en que buena parte de la opinión ilustrada tiende a considerar que estos problemas serán superados por el curso de la historia. Aquí, creo, nos encontramos con la pregunta central: ¿tiene sentido la existencia misma de las fronteras en el mundo actual? ¿No deberíamos más bien imaginar un mundo liberado de ellas?

Naturalmente, quien crea que las fronteras son un mal condenado a extinguirse ofrecerá cierto tipo de respuestas a estas interrogantes. No hay que olvidar que, hace no tanto tiempo, casi toda la izquierda criolla promovió medidas que fomentaban la venida a Chile, como la visa de turismo laboral. En esta lógica, los flujos migratorios no son solo inevitables, sino que, además, contribuyen al advenimiento de la utopía cosmopolita. De allí a una especie de metafísica positiva de la migración hay solo un paso. Emerge entonces un discurso ingenuo, o “buenista”, que carece de herramientas para hacerse cargo de las dificultades involucradas, pues solo ve los aspectos positivos (que, desde luego, son reales) y omite la dimensión trágica del asunto. Sin embargo, esa ingenuidad no es inocua, porque abre una enorme brecha entre, por un lado, las élites que enuncian una y otra vez las infinitas bondades del fenómeno y, por otro, la población que paga los costos. Esa brecha, sobra decirlo, suele ser aprovechada por figuras irresponsables de extrema derecha.

Hace pocos días, por ejemplo, Raphael Bergoeing —connotado economista de Evópoli— afirmaba en redes sociales que “los inmigrantes tienen, en promedio, mayores virtudes que los que vivimos en el lugar al que llegan”, que “son más resilientes y emprendedores, y aportan diversidad”. Por cierto, Bergoeing asevera que esta no es su opinión, sino que se funda en “la amplia evidencia empírica”. Este tipo de argumentos, relativamente comunes en la discusión, muestra bien la profundidad del problema: ya deberíamos saber que el dato tecnocrático cae en saco roto si no dialoga con las preocupaciones de las personas (además, no existe algo así como la “evidencia empírica” desprovista de juicios de valor). Michael Sandel arguye, en “La tiranía del mérito”, que uno de los orígenes del auge populista consiste en el constante sentimiento de humillación de las clases populares. En simple, no solo se les dice que “en promedio” estos movimientos son positivos, sino que aquellos que llegan son mejores: más virtuosos, más resilientes, más emprendedores; en suma, más modernos y aptos para el mercado laboral. Esta visión es perfectamente simétrica del nacionalismo más estrecho, que considera como superiores a los que siempre han estado en el país, y solo contribuye a reforzar el sentimiento descrito por Sandel. Todo este cuadro se ve especialmente agravado porque la izquierda tiende a asumir esta retórica, abandonando en la práctica a las masas que podrían serle afines.

En rigor, urge reivindicar el lugar de la nación como cuadro adecuado para enfrentar estas dificultades. Las presiones migratorias serán cada vez más fuertes, porque Chile seguirá siendo atractivo en la región. En ese contexto, el error de diagnóstico consiste en pensar que la nación —y sus inevitables límites— está pronta a desaparecer. Esperamos mucho del Estado, pero su primera función es precisamente definir y delimitar el lugar físico en el que puede ejercer sus atribuciones, y resguardar a quienes viven dentro. Por lo demás, tal es la condición ineludible para acoger luego dignamente a quienes vienen a nuestro país, sin incentivar redes de tráfico de personas que sacan provecho de la precariedad del inmigrante. Dicho de otro modo, nos será imposible proteger tanto al habitante de Colchane como a quienes llegan si no creemos antes en la legitimidad de las fronteras y, en último término, de la nación.