Columna publicada el martes 2 de febrero de 2021 por La Tercera.

El próximo gobierno tendrá que enfrentar una situación extrema: un país sediento de cambio, recién salido de una pandemia que habrá puesto en suspenso la vida de sus ciudadanos por casi dos años y afectado por una fuerte crisis económica.

Si algunos estudiosos de las pandemias tienen razón, lo que vendrá después del covid-19 serán los nuevos locos años 20. Todos hemos incorporado durante estos meses la convicción de que la vida es ahora, que planificar en exceso es inútil y que la muerte puede llegar cuando menos se espera. En parte es esta sensación la que lleva a conductas de riesgo en muchos jóvenes, incluso a moralistas de Twitter como Camila “W” Gallardo. Esta nueva etapa de exceso y derroche será también una de mayor conflicto social, a menos que se construyan ahora bases sólidas que permitan canalizar su fuerza y energía de manera constructiva.

La polarización extrema de las élites -que contrasta con la ambición pragmática de mejores oportunidades vitales de las mayorías- ha llevado a que no exista un diagnóstico y un programa mínimo compartido por izquierdas y derechas de cara a esta época recia que despunta. Esto constituye un error suicida. Kathya Araujo, en una excelente entrevista reciente con Daniel Hopenhayn, ha señalado con razón que el repliegue electoralista de las élites políticas las desconecta de las demandas perfiladas durante la crisis social. Y esa desconexión será su sepulturero, a menos que reaccionen a tiempo. Si no lo hacen, el populismo más soez tendrá la última palabra, pues esa es su función: escupirle en la cara a las élites indolentes.

Es necesario sintonizar el proceso electoral con el proceso social. Para lograrlo tienen que haber puntos de diagnóstico y de solución mínimos que sean compartidos por las élites políticas y sociales. Se necesita una tregua de élites para hacerse cargo en serio de los problemas que emergen desde abajo. Hoy no se toman en serio, sino que se les usa como munición para las disputas facciosas intraelitistas, cada vez más rimbombantes y estériles.

Es necesario abandonar de una vez la ilusión de que la Guerra Fría continúa, instalada fuertemente en las clases altas para justificar sus reyertas. Aquí no hay modelos de organización política radicalmente opuestos y enfrentados. El consenso sobre la necesidad de un Estado social, capaz de ser un punto de apoyo eficaz para las nuevas clases medias, va desde Gabriel Boric a Jaime Bellolio. Las diferencias ideológicas son simplemente respecto a la organización de la provisión: la izquierda opera con una preferencia estatista a priori, así como la derecha con una preferencia por soluciones de mercado. La posibilidad de acuerdos mínimos pragmáticos es evidente.

Algunos de estos acuerdos, de hecho, ya están en camino. Los ajustes en materia previsional son críticos, pues será un tema golpeado por el inmediatismo individualista post pandemia. Y ahí izquierda y derecha pueden quedar ideológicamente sin pan ni pedazo frente a una ciudadanía que se niegue a toda tutela de su futuro, así como a cualquier forma de solidaridad intra o intergeneracional. Es clave, entonces, que el Congreso y el nuevo ministro de Hacienda logren cambios fundamentales antes de las elecciones.

Otros acuerdos son más polémicos y difíciles. Y dada la beligerante balcanización de la izquierda y centroizquierda chilenas, parecen ser más fáciles de construir desde la derecha y centroderecha, para luego ganar adeptos al otro lado del espectro. Entre estos asuntos fundamentales se encuentra: el diseño de un sistema universal básico de salud; la reforma a nuestra política de aduanas, control fronterizo y control migratorio; la modernización del Estado; la reforma a las policías; y la prioridad de la educación temprana en una estrategia nacional para erradicar el analfabetismo funcional.

Este programa básico compartido vendría a consolidar algo que ya es patente en todas las candidaturas: el compromiso con reformas sociales profundas, responsables y sustentables. Y permitiría al próximo presidente buscar algún grado de disciplina política a nivel del congreso entre las fuerzas que lo apoyen, e incluso entre las que no.

Si las distintas candidaturas presidenciales de Chile Vamos lograran firmar tal acuerdo básico, convocando luego también a la izquierda a construir consensos, serían capaces de asegurarle a Chile que, pase lo que pase, no han caído en la ilusión de que las grietas reveladas por el estallido social pueden arreglarse simplemente con una nueva constitución y discursos electorales. Nuestra democracia, luego de años, tendría entonces un respiro.