Columna publicada el martes 16 de febrero de 2021 por El Mercurio.

Ante la tensa relación entre el Presidente de la República y el Congreso Nacional, diversas voces sugieren avanzar hacia un sistema semipresidencial o uno derechamente parlamentario. Es indudable que nuestra “sala de máquinas” requiere ajustes y que, en abstracto, las diversas formas de gobierno presentan fortalezas y debilidades. Sin embargo, la reflexión sobre cómo destrabar el conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo debe ser concreta. Es decir, ha de responder a las singulares circunstancias de Chile y, en particular, a aquellas que rodean la crisis que explotó en octubre de 2019. Desde este punto de vista, el cambio en el régimen político pareciera ser un remedio peor que la enfermedad.

Después de todo, si algo caracterizó la dimensión pacífica de la revuelta fue la crítica transversal a las élites de todo tipo, en especial a las élites políticas. Pues bien, tanto el semipresidencialismo como el parlamentarismo suponen, en nuestro caso, dotar de más poder a las cúpulas partidarias. La paradoja es manifiesta. Mientras la ciudadanía pareciera criticar la concentración del poder en pocas manos, las mismas dirigencias cuyos índices de aprobación y credibilidad han alcanzado mínimos históricos apuntan en sentido contrario. ¿Es pertinente que dichas élites, criticadas hasta la saciedad por su ensimismamiento, sustraigan del voto popular y para sí mismas la elección del jefe de gobierno?

De hecho, al modificar el régimen político se incrementaría todavía más la distancia entre la política y la ciudadanía, que es otro de los problemas evidenciados y cuestionados transversalmente desde octubre de 2019. ¿Cómo justificar ante la opinión común —no la ilustrada— que la elección del jefe de gobierno ya no pertenezca a la ciudadanía? ¿Cómo explicar que el jefe de Estado continúe siendo electo por sufragio universal, pero ya no cuente con las atribuciones propias del Presidente en Chile? En un momento de crisis política, antes que continuar erosionando la legitimidad de nuestras principales instituciones, conviene más bien fortalecerlas a partir de su arraigo en la población.

Desde luego, tanto la crisis como el conflicto entre el Presidente y el Congreso exigen modificaciones institucionales: hay que terminar con el bloqueo del sistema y acercarlo a los ciudadanos en la mayor medida posible. No obstante, en vez de asumir a priori que la solución pasa por imitar fórmulas foráneas —esto podrá ser más o menos razonable según el caso—, el desafío consiste en examinar críticamente las reformas adoptadas durante las últimas décadas, pues no dieron los frutos esperados. Por supuesto, el ejemplo emblemático es el voto voluntario. No es fortuito que en el plebiscito de salida contemplado en el proceso constituyente se haya vuelto a incorporar la obligatoriedad del voto: la clase dirigente ya advierte el error cometido.

Con todo, tanto o más importante será revisar el mecanismo electoral de los diputados y senadores. En efecto, se trata de un asunto que guarda directa relación con el propósito central de una Constitución: organizar y distribuir el poder estatal. Además, el sistema electoral vigente pareciera haber incidido gravemente en nuestra crisis. Por diversas razones, era necesario cambiar el “binominal”, pero el enorme tamaño de los nuevos distritos alejó aún más la política de la ciudadanía, y la fragmentación, la polarización y el bloqueo del entramado político han entorpecido la aprobación de diversas iniciativas legales.

Pocas tareas serán tan importantes en el trabajo de la Convención como abordar este tipo de temas a partir de una mirada panorámica. Ello supone articular de modo eficaz el régimen electoral con la forma de gobierno —hay que favorecer las mayorías parlamentarias—, pero no solo eso. También se requieren modificaciones adicionales que fortalezcan al sistema en su totalidad. Por ejemplo, considerando el cortoplacismo imperante hoy, cabe cuestionar la breve duración del período presidencial o la imposibilidad de la reelección inmediata del Presidente de la República.

Solo una visión de conjunto que atienda efectivamente a la realidad del Chile postransición permitirá analizar de manera adecuada estas y otras alternativas. Ahí reside una de las claves para enfrentar con éxito el desafío constitucional.