Columna publicada el martes 12 de enero de 2021 por El Líbero.

No hay que ser Pedro Engel para adivinar que nadie confía en la clase política.
Tampoco para revelar los peligros que genera esa desconfianza. Ella nos convence de que podemos prescindir de nuestros dirigentes y resolver los problemas sociales excluyéndolos. Por eso los independientes agarran tanto vuelo, y por eso también los más experimentados
–como Heraldo Muñoz– luchan por parecerse a la señora Juanita, abjurando de toda una
valiosa vida de servicio público.

Sean cuales sean los errores –o delitos, en algunos casos– de nuestros políticos, es
imposible dejarlos a un lado. Nuestra organización social no es viable sin mediadores que
encaucen y concreticen las demandas de los grupos que representan. La democracia directa,
aquel régimen en donde todos los miembros de la comunidad política toman las decisiones
a través de asambleas, es impracticable en nuestros días. Quien nos venda esa meta, nos
vende en realidad algo distinto de la democracia.

En el clásico libro El federalista (IES, 2018), publicado por primera vez hace ya
más de 200 años, James Madison muestra los peligros que implica la democracia directa, y
señala que los gobiernos de este tipo conducen a enfrentamientos y turbulencias, siendo
“tan breves sus vidas como violentas sus muertes”. Además, por lo general, en este régimen
las facciones más fuertes terminan adueñándose de la institucionalidad y arrogándose la voz
del pueblo. La historia tiene incontables ejemplos de que estos experimentos nunca
terminan bien, aunque no hay que ir tan lejos para notar que Madison estaba en lo correcto:
basta ver cómo funciona cualquier asamblea universitaria chilena.

Nada de esto significa que debamos mantener las cosas tal como están. A pesar de
la emergencia sanitaria, nuestra crisis política y social sigue viva y debemos ser capaces de
responder a sus causas. Una de ellas es, precisamente, la poca incidencia de la ciudadanía
en la toma de decisiones. Ahora bien, no es claro que los mecanismos que se proponen de
cara a la discusión constitucional logren resolverla. La iniciativa popular de ley, por
ejemplo, puede difuminar la diferencia entre legisladores y ciudadanos, volviendo
extremadamente compleja la tarea de relegitimar a los políticos como mediadores de las
necesidades de la gente. Algo similar ocurre con los referéndums revocatorios, que pueden
complicar aún más nuestra debilitada capacidad para lograr acuerdos.

No es necesario, entonces, apostar por estos mecanismos tan grandilocuentes, que
servirán para exacerbar aún más la polarización y difícilmente se traducirán en políticas
públicas concretas. Los tiros debieran apuntar a aumentar el poder de decisión de la
ciudadanía en aquellos problemas que inciden directamente en su relación cotidiana con el
entorno. En esta línea, una alternativa es flexibilizar los requisitos para que los habitantes
de una comuna puedan convocar a plebiscitos vinculantes respecto del plan regulador
comunal y de proyectos sobre transporte, medio ambiente y desarrollo urbano, entre otros.

La ley indica que la ciudadanía puede convocar a un plebiscito comunal cuando al
menos el 10% de quienes votaron en la última elección acuden con su firma al registro civil
o a una notaría. Una vez realizado el plebiscito, los resultados solo son vinculantes si es que
vota más del 50% de los ciudadanos habilitados para hacerlo. Considerando los bajos
niveles de participación y las dificultades de las notarías y de las oficinas del registro civil
para proveer sus servicios, es sencillo notar que estas exigencias no se ajustan ni de lejos al
contexto actual.

La flexibilización de todos estos requisitos debiera ir acompañada de un
fortalecimiento de otras instancias de participación a nivel local, pues las actuales inciden
muy poco en la toma de decisiones. Además, no cuentan con las herramientas para
adecuarse a la realidad de cada territorio y, como en prácticamente cualquier tema
municipal, dependen del liderazgo y la iniciativa de cada alcalde.

Aunque pueda parecer obvio, la recomposición del vínculo entre política y sociedad
se juega en la capacidad de atender los problemas que surgen de la experiencia cotidiana
del individuo con el lugar donde vive. Por lo mismo, si no creamos espacios para que las
personas incidan en el desarrollo de su territorio, es probable que nuestras crisis continúen
y que en unos años más, en medio de la ciudad incendiada, volvamos a decir “no lo vimos
venir”. Aún hay tiempo, no lo desaprovechemos.