Columna publicada el sábado 26 de diciembre de 2020 por La Tercera.

En navidad experimentamos de forma nítida las contradicciones de nuestro modo de vida: consumo y gratuidad, transacción y regalo, sujeto y familia, todo aparece mezclado y amplificado. Reclamamos en las filas del mall contra el consumismo. Los objetos expresan el cariño de otros a la vez que compiten con él. Nunca nos sentimos más felices ni más alienados. ¿Qué pasó? ¿Cómo llegamos a esta extraña situación?

La ganancia surge de la circulación del capital. Mientras más extendida e intensiva, mayor ganancia. Es por ello que el desarrollo capitalista, que es una coordinación de Estado y mercado, viene aparejado con una aceleración de la vida, así como con una disolución de los límites de nuestras estructuras vitales. La sacralidad de las fiestas religiosas, que sacaban del tiempo secular a nuestros ancestros, han sido convertidas en “días libres”: días de consumo. Los mercaderes hoy no están en las afueras del templo: son el templo. Lo que quedó afuera, amontonado en estructuras precarias, es la simbología cristiana que nos recuerda lo que fue el sentido de esta fecha.

Si las sociedades no ponen límites al proceso de aceleración y disolución, nada lo hará. La maximización de utilidades no reconoce distinciones cualitativas ni se preocupa por la sustentabilidad del mundo resultante. El reposo sagrado, por ejemplo, es inútil desde su punto de vista: son horas de no producción y no consumo. Luego, acotar todo lo posible ese espacio resulta ideal para el capital. Y es justamente lo que ha venido ocurriendo con navidad y sabbath.

El desarrollo de las comunicaciones virtuales le ha dado una nueva vuelta a la tuerca. Bifurca nuestra presencia, permitiéndonos operar simultáneamente en dos planos, a la vez que reparte nuestra capacidad de atención. Si a esto sumamos la bancarización masiva, el resultado es un consumo que ya nunca duerme. Podemos comprar de todo, a todas horas, al mismo tiempo que hacemos casi cualquier otra cosa.

La coordinación de nuestra vida con el ritmo del capital es algo que nos pasa, que nos “hacen”, pero también algo que deseamos. La experiencia moderna es justamente el vértigo de esa aceleración, que tanto asusta como gusta. Pero que últimamente gusta cada vez menos. El deseo de escapar, tal como documenta Kathya Araujo en sus investigaciones, crece y se desparrama desde los acomodados hasta los más pobres. La máquina urbana comienza a producir más miedo que asombro. Muchos nietos de Carmela quieren volver a San Rosendo.

Pero San Rosendo ya no existe. La aceleración será nuestra sombra, a menos que luchemos por preservar espacios del poder secular, económico y político. Sólo el retorno de lo sagrado, lo separado, nos devolverá estructuras vitales que tengan sentido. Espacios donde podamos decir que florece la alegría. Y si Chesterton partía su diagnóstico de lo que estaba mal en el mundo con el pelo de una niña, yo creo que nosotros deberíamos partir por el almuerzo familiar de los domingos. Esa navidad chica, cuya derrota semanal anticipa la caída de la grande. Esa Iglesia pequeña, asediada por Imperios y mercaderes, por la que aún es posible pelear. La punta de playa desde donde todavía podemos soñar con la liberación del mundo.