Carta publicada el sábado 19 de diciembre de 2020 por El Mercurio.

Señor Director:

Con frecuencia, el proyecto de eutanasia que se discute en el Congreso es defendido invocando la libertad individual. En esa lógica, resulta incomprensible que el Estado se inmiscuya en las decisiones que cada cual quiera tomar respecto de su propia vida. Así, estaríamos dando un paso más en el inexorable progreso de la libertad del individuo.

Aunque esta argumentación suena razonable, y converge a la perfección con el clima cultural dominante, no percibe una dificultad central de las teorías de corte individualista: las condiciones del consentimiento. La libertad no se da en abstracto, sino que se ejerce en determinados contextos sociales. Si esto es plausible, cabe poner atención no solo en la autonomía misma, sino en aquello que la rodea y la permite. En este sentido, es posible que el proyecto de eutanasia logre la consecuencia exactamente contraria a la deseada. En efecto, los adultos mayores suelen sentirse como una carga para los familiares que deben hacerse cargo de ellos. Legalizar la eutanasia implica poner en su horizonte una carga adicional, que puede llegar a tener enorme peso psicológico: ¿cómo mirar a quienes me cuidan si me siento en deuda con ellos? ¿Cómo justificar mi vida habiendo eutanasia? ¿En qué medida podemos seguir hablando de libertad individual allí donde hemos introducido esa perspectiva?

Preocuparse por la dignidad de los mayores implica cuidarlos, otorgarles todos los cuidados paliativos que sean necesarios, no caer nunca en el encarnizamiento terapéutico y, sobre todo, transmitirles que su vida tiene un valor incondicional —valor que constituye el fundamento de toda autonomía—. Lo otro es simplemente negar la gratuidad de la vida. Cualquier lector de Houellebecq sabe a qué se parece ese mundo.