Columna publicada el lunes 28 de diciembre de 2020 por La Segunda.

Con el voto dirimente de María Luisa Brahm —una facultad tan polémica como utilizada bajo otros gobiernos—, el Tribunal Constitucional respaldó la iniciativa legal exclusiva del Presidente de la República. Desde luego, esta atribución nunca debió ser vulnerada: todos deben acatar el orden jurídico, y el Congreso no es la excepción. Además, los firmantes del acuerdo constitucional se comprometieron expresamente a respetar la institucionalidad vigente. En este contexto, la decisión del TC puede ser comprendida como una reivindicación del estado de derecho; pero tanto o más importante es la lectura política del fallo, pues implica un dique al parlamentarismo de facto.

En efecto, pocas instituciones son tan características de nuestro sistema político como la iniciativa exclusiva. Así se advierte sin demasiada dificultad al ponerla en perspectiva histórica. Suele decirse que, para terminar con las prácticas que impuso la oligarquía a fines del siglo XIX, Arturo Alessandri reinstauró el presidencialismo. Ahora bien, tanto la Constitución del 25 como el nuevo régimen sólo entrarían a regir con plenitud en la década siguiente. Pese a esto y a su enrarecida gestación —un golpe de Estado, al decir de Gonzalo Vial—, la Constitución de Alessandri llegaría a ser apreciada por toda la dirigencia política. En los 60 y 70 se le querían hacer cambios, pero no era vista como patrimonio exclusivo de un sector, y los principales actores públicos la invocaban para defender sus posiciones. Un paso clave en este derrotero fue la primera reforma que experimentó esta Carta, en 1943, bajo el mandato de Juan Antonio Ríos. Tal modificación permitió consolidar el presidencialismo al disminuir el protagonismo de los parlamentarios, otorgándole iniciativa exclusiva al Presidente en algunos ámbitos y ordenando el uso de los recursos públicos. La forma de gobierno actual, refrendada por el TC, le debe mucho a esta trayectoria.

Con todo, la salud de la presidencia no se juega única ni principalmente en el campo legal. Si el portador de la piocha de O’Higgins goza de autoridad, y no sólo de poder, es porque la figura presidencial ha desempeñado un papel central en nuestra fisonomía histórica e institucional. En términos simples, no son sólo sus millones de votos (y no bastan las vacunas, por notable que esto sea). El cargo se remonta a Manuel Blanco Encalada, pero sus raíces incluso anteceden a la república. Por eso es tan relevante cuidar el principal resorte de la máquina. No se hizo al nombrar en el TC a la entonces jefa del segundo piso —la vida tiene muchas vueltas—, y no se hace hoy al olvidar algo tan básico como usar mascarilla. Si hemos sufrido un parlamentarismo de facto, no es sólo por la (i)responsabilidad de la oposición.