Columna publicada el martes 22 de diciembre de 2020 por La Tercera.

Las economías modernas funcionan con dinero fiduciario. Es decir, dinero cuyo valor no se encuentra respaldado más que por la confianza de quienes lo utilizan. La estabilidad del valor de la moneda es la principal fuente de confianza en ella como medio de pago y de ahorro, y conquistar dicha estabilidad exige mantener a raya la inflación.

La función del Banco Central es justamente esa: asegurarse de que nuestro dinero conserve su valor en el tiempo. Esto beneficia a todo el mundo, pero especialmente a quienes tienen menos posibilidades de ser pagados y ahorrar en medios de valor distintos al dinero nacional.

El Banco Central de Chile es dirigido por un consejo que tiene cinco integrantes designados por un periodo de 10 años. El control democrático respecto a los consejeros es de entrada: el presidente propone un nombre que luego es votado en el senado y la designación se aprueba con mayoría simple.

La mayor amenaza a la estabilidad del valor del dinero viene dada por la influencia del sistema político en relación a las decisiones monetarias. Esto, porque la política opera típicamente en función de los votos y en plazos cortos, por lo que no ve problema en la emisión descontrolada para tratar de obtener votos (el uso populista del dinero como medio de reconocimiento en vez de como medio de cambio). Tampoco se preocupa por la crisis económica que esto puede generar a mediano plazo. La mayoría de los políticos prefiere ser cabeza de economía de ratón que cola en una economía pujante.

La razón por la que el control democrático del consejo del Banco Central es de entrada es que cualquier modelo de control directo permitiría que el sistema político extorsionara a los consejeros del Banco, amenazándolos con destituirlos si no hacen lo que los políticos quieran. Esto dejaría la impresora de billetes en manos de quienes la usarán para comprar votos. Al no poder intervenir hoy el sistema político en las operaciones cotidianas del Banco Central, el gato es dejado bien lejos de la carnicería.

De igual manera, la razón por la que los consejeros duran 10 años en el cargo es porque la función del Banco sólo puede ser llevada a cabo con la vista puesta en el mediano y largo plazo. Los ritmos de la política electoral tienen que ser separados de los ritmos de la política monetaria para que la segunda tenga éxito.

El Banco Central de Chile es una institución valorada transversalmente por quienes tienen nociones al menos básicas de economía, así como por quienes conocen y se hacen cargo de la historia económica de nuestro país. Esto incluye a la izquierda responsable que no está dispuesta a cometer los mismos errores del pasado. Ejemplos de ello son los economistas Jorge Marshall, Manuel Marfán y Mario Marcel.

También excluye, lamentablemente, a algunos abogados como Fernando Atria y a algunos sociólogos como Carlos Ruiz Encina, que, devenidos en candidatos políticos de izquierda, hoy nos invitan a “discutir” la autonomía del Banco Central sin poner ninguna razón de peso sobre la mesa, más allá de que consideran, en principio, deficitario que el control democrático del consejo del Banco sea sólo de entrada.

Atria y Ruiz discrepan en algunas cosas, pero coinciden en reivindicar abiertamente el legado de Salvador Allende. Y también en la total incapacidad de autocrítica respecto al caos económico en que dicho gobierno hundió al país, especialmente por haber generado una inflación galopante. Desastre que, en buena medida, explica que luego de 17 años dictadura un 44% del país todavía apoyara al régimen.

La receta de la izquierda irresponsable para destruir la economía de los países ya la conocemos: subir los sueldos mínimos hasta el cielo y pagar imprimiendo billetes (comprando votos con dinero devaluado). Luego, para evitar el ajuste de los precios frente a la inflación, tratar de fijarlos. En seguida, perseguir y apoderarse de los ahorros en divisa extranjera. Y, finalmente, terminar expropiando las empresas para reactivar la producción una vez que ya nadie quiere poner productos en el mercado a los precios oficiales. Es el despeñadero por el que cayó Chile en los 70. Es la caída libre de Venezuela. Es parte de la historia sin fin de la crisis argentina. La lección de todo esto es no dejar que el sistema político pueda jugar con el valor de nuestro dinero. Y esa es la función que ha cumplido de manera exitosa el actual diseño de nuestro Banco Central.

La pregunta para Atria y Ruiz, entonces, es cuál sería su receta alternativa para terminar distribuyendo riqueza, en vez de miseria, si sus propuestas nos encaminan en la misma senda de destrucción que ya recorrimos en el pasado ¿Por qué intentar arreglar algo que no está roto? ¿Por qué habría que tomar el riesgo de poner en duda la autonomía del Banco Central sólo para darle en el gusto a lo que parecen ser dos políticos en campaña tratando de agarrar la máquina de billetes?