Columna publicada el martes 24 de noviembre de 2020 por La Tercera.

La indignación popular surge del sentimiento colectivo de ser tratados con falta de dignidad. Y siempre puede tomar dos caminos: o la reivindicación de la propia dignidad frente al otro (élites), o la pretensión de rebajar al otro a la indignidad sufrida. Políticamente podemos llamar estos caminos como populismo de justicia o populismo de venganza.

El populismo de justicia es más programático: el objetivo es incluir a las personas que se sienten humilladas en los subsistemas sociales de los que se encuentran excluidas. Es incorporar a las mayorías de mejor manera a la prosperidad. Generalmente se apunta a las bases de la inclusión sistémica: salud, educación, vivienda. El populismo de venganza no es programático: su fin es humillar a las élites, no necesariamente mejorar la posición del pueblo. Se apunta a destruir los fundamentos de la prosperidad para afectar a sus principales beneficiarios.

Bajo condiciones de capitalismo de espectáculo como las que vivimos, es muy probable que prime el populismo de venganza. Tiene más potencial mediático y es más fácil de comunicar. En otras palabras, vende más. La desesperación lo ayuda: si creo que nada va a mejorar realmente, al menos puedo hacerle pasar un mal rato a los “malos”. Y también lo incentiva la idea equivocada de que todo lo que pierdan los poderosos lo ganan los débiles, como si la destrucción económica e institucional no existiera (si me robo un auto y lo tiro a un lago para vengarme de alguien, ¿qué gané?). O como si el principal beneficiario en estas disputas no fuera el político que finalmente intermedia entre élites y pueblo (siempre es más fácil y barato comprar al líder que comprar al “pueblo”).

El problema del populismo de venganza es que sus consecuencias suelen ser exactamente las contrarias a las esperadas. Su forma más burda ya la conocemos en América Latina: el sueldo mínimo comienza a subirse por decreto hasta los cielos. Para financiar esas alzas, el poder político toma control del Banco Central y se imprime plata hasta el cansancio. Cuando la economía se ajusta a este boom de papel, la inflación se desata. Para pararla se fijan precios que están por debajo de los costos de producción. La industria quiebra o se sostiene gracias al mercado negro. El Estado termina interviniendo la industria, con pésimos resultados económicos. Y, al final, la miseria más profunda se desata entre las mayorías.

El daño que esta quiebra masiva le hace a las élites es relativo: unos ganan y otros pierden. Toda crisis es siempre una gran oportunidad. Apropiarse, por ejemplo, de los recursos naturales de un país en la quiebra es fácil. Sobornar a sus autoridades también. Contaminar ya no es problema, y ni hablar de derechos laborales. El colapso de las instituciones borra cualquier tipo de regulación: un país quebrado es el reino libertario de los piratas. Normalmente una nueva casta oligárquica se forma alrededor del aparato estatal secuestrado y pacta con los demás elementos oligárquicos.

Las élites, especialmente las cosmopolitas, tienen mucha más espalda y oportunidades de moverse en el tablero mundial que quienes no son miembros de ellas. Las dinámicas de venganza no cambian ese hecho. El pueblo, en cambio, está mucho más atado a su Estado nacional. Y si destruye por venganza sus instituciones, es el principal afectado.

¿Cómo será Chile en 15 años? Depende mucho de si logramos construir ahora una tendencia populista de justicia, y no de venganza. Sin embargo, todo parece apuntar hoy hacia lo segundo. La farandulización y espectacularización del debate político, la desconfianza generalizada y la promoción del odio de clase avanzan en esa dirección. También las propuestas de una izquierda que tiene muy claro lo que detesta del orden actual, pero que claramente no tiene idea con qué reemplazarlo.

Si tal cosa ocurre, lo que vendrá será la hora de los buitres, las hienas y los coyotes. La autonomía política de los países depende directamente de su autonomía económica. Y ella, de la calidad de sus instituciones. Estados débiles y mercados destruidos sólo conducen a que los países vendan a las superpotencias sus recursos naturales y su trabajo humano a precio de saldo, mientras las élites nacionales se mueven a otros Estados que las reciben con los brazos abiertos (el famoso turismo tributario). Como dice el brutal dicho anglosajón: los mendigos no pueden elegir. Les toca lo que les toca. Y lo que le tocará a la generación de la dignidad, si elige el provinciano camino de la venganza, muy probablemente, será aprender a mendigar en chino.