Carta publicada el sábado 21 de noviembre de 2020 por El Mercurio.

Señor Director:

Carlos Peña ha subrayado en estas páginas la relevancia pública del catolicismo. Esto no debiera ser motivo de sorpresa: un amplio elenco de autores no creyentes —desde Tocqueville hasta Habermas— destaca efectos sociales positivos derivados de la práctica religiosa. Además, múltiples planteamientos de la doctrina social de la Iglesia admiten fundamentos y formulaciones de índole racional, siendo comprensibles para cualquier ciudadano (así lo reconoció el propio John Rawls respecto del “bien común” o la “subsidiariedad”, por ejemplo).

Con todo, han sido muchas veces los propios católicos quienes han olvidado o minusvalorado la necesidad de ofrecer argumentos racionales a la hora de defender sus planteamientos. Este ha sido, me parece, el caso de Ignacio Walker. El problema no es solo la inconsistencia entre su postura en ciertos asuntos y la doctrina cristiana. El problema es que para reivindicar su opinión particular en materia de aborto, identidad de género y otros temas controvertidos, no basta simplemente con apelar a la conciencia. Una argumentación rigurosa exige distinguir entre los diversos debates que el dirigente DC ha mencionado, y ofrecer razones que apoyen sus puntos de vista. Solo a modo de ejemplo, Walker debiera explicar en qué consiste la supuesta justicia de la ley de aborto en tres causales (ley que no solo despenaliza, sino que garantiza como prestación médica exigible hipótesis de aborto directo o procurado).

De no mediar esas razones y precisiones —distinguir para unir, decía Maritain—, las opiniones se revelan como creencias sin mayor fundamento. Vaya paradoja.