Columna publicada el sábado 14 de noviembre de 2020 por La Tercera.

La autorización a los trabajadores chilenos para utilizar sus ahorros previsionales como salvavidas en la crisis no debería ser motivo de celebración. Es una medida extrema, que hipoteca el futuro y que se basa en premisas egoístas. Un sálvese quien pueda que, a lo más, podría ser defendido como último recurso. ¿Por qué celebran eufóricamente entonces los congresistas?

Celebran porque creen estar comprando su reelección con la plata de los propios votantes. Un negocio redondo. Esto explica también el rechazo rotundo a cobrar impuestos a los retiros de los más ricos, así como a focalizar la medida solo en quienes han visto afectados sus ingresos este año. El discurso es simple: aquí le tengo una platita de regalo, recuérdeme al votar. Yo no vengo a vender, vengo a regalar. Clientelismo puro y duro.

Un grupo más reducido ve un lado político en reventar los fondos de pensiones: sería el final del sistema de AFP. Sin embargo, lo cierto es que la lógica del sistema -la capitalización individual- parece haber salido fortalecida del desguazadero. ¿No es acaso la soberanía individual el eje de esta cruzada?

Lo que ambas posturas tienen en común es una visión rebañil de los destinatarios de la medida. La expectativa clientelista asume que la gente es tonta y estará servilmente agradecida por financiar la crisis con sus propios ahorros. La expectativa demoledora supone que así como se puede acicatear a la masa en un sentido, se le puede luego conducir en el opuesto, ya que sin inteligencia tampoco hay convicciones. La premisa es que no por estar indignadas las ovejas dejan de ser ovejas: el pastor sólo tendría que cambiar los trucos.

¿Qué tan cierta es esta tesis rebañil? Habrá que esperar las elecciones para evaluarlo. Si los congresistas tienen razón, significaría que la revuelta por la dignidad tendría alma de esclavo: en vez de un hacerse cargo democrático, sería un mero berrinche subalterno frente al amo. Berrinche que podría terminar en la elevación de personajes que humillen las instituciones del país -un voto de castigo contra las élites- pero no en la construcción de algo mejor. El adolescente que se corta a sí mismo para llamar la atención de los adultos.

Lo que sí ha quedado claro es la racionalidad de la disposición constitucional que prohíbe al Congreso tomar decisiones que afecten el presupuesto fiscal. La billetera pública no puede ser dejada en manos de gente que, sea del partido que sea, la va a usar sin asco para tratar de comprar votos. En parte porque degrada y privatiza la democracia, convirtiéndola en mera transacción, pero principalmente porque vuelve imposible desplegar medidas de mediano y largo plazo, que son las que permiten el desarrollo de los países.

Esta lección también afecta el debate sobre el supuesto “hiperpresidencialismo” chileno, así como el amor por el independentismo apartidista. Un ejecutivo fuerte y grandes coaliciones ordenadas son un factor central en la derrota del cortoplacismo y el clientelismo. Basta mirar el caso peruano: teníamos el mismo PIB en 1970. Hoy los duplicamos. Y son un país más rico que nosotros en recursos naturales y culturales. Nuestra ventaja ha sido institucional. ¿La mantendremos?