Columna publicada el lunes 2 de noviembre de 2020 por La Segunda.

El propósito central de un texto constitucional es organizar y distribuir el poder del Estado. Se trata de limitarlo, pero también de hacerlo eficaz. Todo lo cual supone un amplio acuerdo sobre el orden político. En estos tres puntos —la distribución del poder, su eficacia y el acuerdo en torno a ello— se resumen los principales desafíos del proceso constituyente.

En primer lugar, una adecuada organización del poder exige encauzar el conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo. El actual e irregular parlamentarismo de facto adolece de múltiples problemas, pero en parte responde a la parálisis institucional. Las dificultades acá remiten —paradójicamente— al tránsito del añejo sistema binominal al proporcional corregido vigente. Ahí, justo cuando se nos prometió la “democracia plena”, se gestó la fragmentación partidaria, el bloqueo político y la desarticulación entre el Presidente y el Congreso.

Ante este panorama muchos se tientan con el híbrido semipresidencial, pero nada sugiere otorgar más poder a las camarillas parlamentarias. La solución en este plano quizá reside en un conjunto de reformas tan ambiciosas como acotadas: reinstauración del voto obligatorio, nuevas instancias de participación, ajustes al presidencialismo y un mecanismo electoral (mayoritario o mixto) acorde a nuestro régimen de gobierno histórico.

Por otro lado, sin un Estado en forma ninguna mejora será sustentable en el tiempo ni perceptible para los ciudadanos. Como sea que le llamemos, urge un aparato estatal que efectivamente sirva a la familia y la sociedad civil, que las respete, las potencie y no pretenda sustituirlas; un Estado fuerte, descentralizado, eficiente y dotado de una burocracia profesional menos dependiente del gobierno de turno. La prosa generosa en derechos no nos eximirá de esta tarea, y sin priorizarla la nueva Carta corre el riesgo de caer en tierra de nadie.

Finalmente, el país demanda un nuevo acuerdo que contribuya a relegitimar las reglas básicas de la convivencia. Un cambio constitucional no puede rehacer la comunidad ni resolver las urgencias sociales, pero un proceso constituyente fructífero sí ayudaría a cimentar los consensos del Chile postransición. Desde luego, esto exige un clima determinado. En simple: exclusión de la violencia, responsabilidad cívica, auténtica disposición al diálogo y respeto por la legalidad, lo que incluye no seguir alterando la Convención plebiscitada.

No es claro que las élites —ni las partidarias ni las independientes— hayan comprendido la magnitud del desafío. Perseverar en el ánimo refundacional, el espíritu de revancha o la borrachera parlamentaria de los últimos días es garantía segura de una reyerta que, llevada al extremo, amenaza el éxito del proceso.